miércoles, 7 de junio de 2017

PROSAS Cuentos y relatos


Cuentos y relatos

María Luisa Ferreira


EN VERSOS Y PROSAS

Desde el exilio

Ma r í a  L u i s a   Fe r r e i r a

P R O S A S

Prosas, cuentos y relatos

María Luisa Ferreira
© MARÍA LUISA FERREIRA
EN VERSOS Y PROSAS
Desde el exilio
P R O S A S
Prosas, cuentos y relatos
SERVILIBRO S.R.L.
Pabellón “Serafina Dávalos”
25 de Mayo y México - Plaza Uruguaya
Telefax: (595-21) 444 770
E-mail: servilibro@gmail.com
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Dirección editorial: Vidalia Sánchez
Asunción - Paraguay
Diseño Gráfico:
Claudia López
Edición al cuidado de la autora
Hecho el depósito que marca la ley Nº 1328/98
Diciembre de 2010


PRÓLOGO

He decidido dedicar el libro de cuentos a la
memoria de Helio Vera, pues me hubiera gustado que
él lo presente. Con el permiso de sus seres más cercanos,
pues a pesar de que Helio ya pertenece a la Humanidad,
ellos son los ángeles guardianes de su memoria.
Este comentario abajo transcripto, ha sido
publicado en los medios y también está en la página
web de Helio. Para mí, es un privilegio.
Niño, genio y poeta
Por María Luisa Ferreira
Helio Vera cabalgaba entre el pragmatismo de
ser “periodista”, editorialista, y la de ser narrador,
literato. Entre ser abogado, febrerista, y ser maestro,
filósofo, profesor universitario, MAESTRO. Y el
hilo que podía unir esos mundos disímiles era el
humor. El humor le permitía cumplir ese papel de
hombre pragmático para volver –frente al papel– a
ser lo que auténticamente era: un niño, un genio,
un poeta.
En más de una oportunidad, le hice entrevistas
para la televisión. Era uno de mis entrevistados
favoritos, y siempre daba la sensación de que él
iba a correr y se iba a escapar de uno. Algún tic
denotaba la impaciencia que le ocasionaban esas
representaciones. A veces me preguntaba en
qué momento Helio se relajaba totalmente. Sus
verdaderos amigos quizás lo sepan.
Lo metí en compromisos engorrosos como ser
presentador de mis libros, sabiendo que algunos de
ésos, sus amigos contemporáneos, podrían hacerle
comentarios, movidos por los celos de acapararlo.
Porque a los genios se los quiere acaparar, para ver
si el talento no es contagioso.
En una oportunidad lo presenté para la televisión:
“Helio Vera, periodista, escritor…” “Un momento”,
me interrumpió: “Decí no más na “Escritor”; eso de
periodista ko es una profesión de menesterosos…”.
No es que él renegase del periodismo, sino de lo que
implicaba ser periodista en nuestro medio. Desde
luego, estas verdades él las decía como un chiste
que nos hacía reír de buena gana.
Luego Helio empezó a enumerar las razones por
las cuales los gua’i se ganaron la fama de hacer las
cosas al revés. Era desopilante. Lo que dijo se repitió
luego en muchos reportajes. ¿Citar las fuentes? Eso
no se hace en Paraguay.



LUTO

La muerte nos deja perplejos, atónitos, sin
palabras, en orsay. Quedamos mirando la nada, con
la boca torpe, apesadumbrados. Ni siquiera estamos
tristes ni melancólicos; estados del alma en que
podemos volar dándonos rienda suelta y cuerda
poética… Quedamos apesadumbrados. Una pesadez
en el corazón que nos deja en penumbras. Cuando la
muerte ocurre así, lo único que podemos es guardar
luto. Estar como aves oscuras, tétricas, quietas en
un rincón, velando.
La muerte de un ser querido, de un amigo,
nos deja así. Tristes en verdad, impotentes, como
disgustados con Dios; como niños castigados,
sin animarnos a reclamar al Altísimo, pero sí…
en el fondo de nuestro corazón, ese late diciendo
despacito: “Por qué, por qué…”. Estamos ante un
misterio. No tenemos respuesta. No funcionan los
silogismos, las elucubraciones, los sesudos análisis.
Quedamos como esas imágenes en Viernes Santo,
cubiertos por una capa lúgubre.
¡Qué tristeza profunda cuando muere un
poeta! Cuando muere alguien bueno, lloramos por
nosotros que estamos en desventaja. No lloramos
por un muerto. Lloramos por nosotros que nos
quedamos solos: Despojados de las futuras estrofas;
empobrecidos. Lloramos porque en un rincón de
papel no estarán los resplandores de una mente; no
nos harán más esas cosquillas en el alma que produce
el ingenio. Me hubiera gustado que mi futuro
poemario –la obra que más espero de mí– Helio lo
volviera a prologar, tan generoso. Mi maestro en esa
escuela de escritores que solo Dios funda –ya que es
Él el único administrador del talento–. Un maestro
que adopté de osada y que él aceptó con sus maneras
de formal irreverencia y su severa irresponsabilidad,
pero con su incuestionable generosidad.
Un genio juguetón e irreverente. Sensible
como un niño .¡Qué digo! Helio era un niño. ¡Qué
malo que los genios tengan que hacer de adultos!
Ya iporãitereíma. “Suficiente”, dijo Helio, y Dios
le hizo caso. “Vamos”, le dijo. Y él se fue. Y nos
quedamos llorando.
Ultima Hora. 5 de Abril de 2008.
Revista ÓRBITA Universitaria
Página oficial de Helio Vera:
http://www.heliovera.com/heliovera.php?id=sobrehelio8
Abril de 2008


ÍNDICE

1. El jardín abandonado......................................... 9
2. El jardín abandonado II.................................... 13
3. El suspiro.............................................................. 15
4. Capitalismo.......................................................... 21
5. Capitalismo II...................................................... 25
6. Viuda...................................................................... 29
7. Tolerancia............................................................. 33
8. Ella y él................................................................. 37
9. Huérfano. Al niño F. Peña.................................. 41
10. Pedaleando........................................................... 45
11. Clavelina............................................................... 49
12. Las siestas de Rosalba....................................... 57
13. BUDA al revés..................................................... 61
14. El hombre............................................................. 65
15. Decadente............................................................. 69
16. Vania...................................................................... 71
17. Gorrioncillos........................................................ 73
18. Joyas....................................................................... 77
19. Verdaguer............................................................. 79
20. Obituario............................................................... 83
21. Platón y Jodie Foster......................................... 85
22. El sueño del augur.............................................. 87
23. Ña Chona.............................................................. 91
24. La lluvia de cascotes en casa de doña Reina... 95
25. El mandarinal...................................................... 99
26. Los nichos............................................................. 103
27. Niños..................................................................... 105
28. El pozo sin brocal............................................... 109
29. Olor a cocido........................................................ 113
30. Ángela................................................................... 115
31. Tío Miguel........................................................... 119
32. Perrina................................................................... 121
33. A la memoria de Ña Lorenza........................... 125
34. Testigo.................................................................. 129
35. El valor de la persiana....................................... 133


EL JARDÍN ABANDONADO

El mudo abandonó un día su jardín florido.
Quedaron los manzanos con sus frutos maduros;
el duraznero florecido; la rosa en un rincón. Su
abandono permitió que las hormigas, perplejas,
avanzaran una yarda más. Al inicio avanzaron
tímidamente, pero luego se dieron cuenta que el paso
estaba allanado. El jardinero se fue. Los vecinos,
acostumbrados a molestarlo, pensaron que era una
ausencia normal, de unas horas. Pero luego, pasó un
día, y percibieron que algo ocurría. El viento norte
arrastró hule y papel. Algunos quedaron colgando
grotescamente de las ramas de la chirimoya. Nadie
los quitó. En medio de ese barrio marginal, el
mudo solitario sembró un jardín. Un bello jardín
que cuidaba día y noche, de depredadores naturales,
de la inclemencia del tiempo, de las estaciones. Los
vecinos comenzaron a hostigarlo, como duendes
traviesos sin que exista otra razón que la travesura.
Era como si también fuese natural el hostigamiento.
Observaban su afán y su trajinar. Comenzaron a
robarle peras. Luego lanzaron insectos y una bolsa
de basura sobre los geranios recién brotados. Un
día, rompieron el tejido e introdujeron una jauría de
perros en celo. Todo lo sorteó con la paciencia de San
Francisco. Jamás una imprecación. Jamás siquiera
un gesto de contrariedad. La mirada suya ignoraba
por completo más vida que la de aquellas plantas
y la de algunos pájaros errantes que lo visitaban
con puntualidad. Pero un día se fue. Nadie sabe
dónde. Así como vino, se fue. Vino un aguacero. Las
malezas no encontraron oposición a su afán invasivo.
y empezaron a brotar sigilosas. Luego, ya agresivas.
Las plantas delicadas empezaron a temer y a sentir
terror. Avanzaban sobre ellas. Una mujer sucia fue
la primera en invadir el jardín. En una bolsa se llevó
las manzanas arrancadas con furia, dejando heridas
en el arbusto confundido y dolorido. ¿Dónde se fue
el jardinero? ¿Por qué abandonó aquella bella obra
que le había costado tantos días de labor minuciosa?
¿Cómo pudo hacer esto? Quizás se cansó. Quizás
lo invadió un hastío. Quizás pensó que su tarea era
como la de Sísifo, completamente inútil. Quizás
comprendió que el jardín no sería eterno como todo
lo que aparece en la tierra. ¿Por qué hacer coincidir
el final de una obra con el final de la vida? ¿No
pueden ambos tener un final por separado? Ninguno
de los dos era eterno. Ni el jardín, ni el jardinero. El
jardinero se fue. Como un ave emigrante. Silencioso,
pasivo, indiferente. Sin duda alguna, su entorno
no incidió en su partida, así como no incidió en su
venida. Quizás un día regrese, inesperadamente.
Sin que él mismo lo planee. Como regresan las aves
un día al nido abandonado y lo rehacen sin culpas,
sin recuerdos.


El jardín abandonado II

Cleo entró al jardín abandonado. Crecían
enredaderas que se habían vuelto salvajes. Como los
perros se convierten en lobos al ser abandonados
a su suerte en el bosque, el jardín se convirtió en
una jungla, (o al menos, en una pequeña jungla). Y
en medio de la jungla, las madreselvas y las rosas,
hospedaban a algunos salvajes cuyo nombre no
conoce nadie, ni el hombre de la ciudad, ni los nativos.
Sólo Dios y los ángeles conocen los nombres de estos
visitantes que nadie sabe cómo aparecen. De noche,
dijo Cleo, los ángeles duendes de la naturaleza traen
las semillas desde el invernadero del cielo, donde
existe un banco de simientes. Allí los colocan, con
sus insectos y sus olores. Habían crecido hojas. Y
Cleo creo cuadros en su mente de cada una de ellas.
Quitó fotos mentales. Los encuadró, los compuso,
los compaginó para poder apreciarlas. «El hombre
–pensó Cleo- necesita crear cuadros para poder
apreciar la belleza. Necesita poner recuadros para
sus limitados ojos y encerrarlos en cuatro ángulos.
De lo contrario, la belleza se derrama de su pequeña
cabeza, se esparce, se derrite… ¡Es tanta la belleza
que puede extasiarnos, y emborracharnos!». La
belleza de la naturaleza necesita ser decodificada
por el hombre común, no por ángeles duendes, no
para Cleo que era niña y que era a su vez, ángel y
duende, además de humana.
Cleo se sentó en la arena del sendero del
jardín abandonado y miró las hormigas que iban
y venían. «Los niños no hacen nada», dijo su
madre. ¿Qué hace Cleo? Conversa con Dios. Se
embelesa. Embelesarse es no crear cuadros para
la belleza. Embelesarse es enlodarse, embarrarse,
zambullirse, «empapuzarse» con los colores de la
belleza. Beberla, soñarla, acariciarla, disfrutarla
sin crear cuadros. Cleo estaba en una ceremonia de
amor. Cleo juega en el jardín abandonado.




El suspiro

El escritor regresó a la vieja casa. En el hall,
echó un profundo suspiro. No sé si era de alivio o
qué. Era un suspiro difícil de analizar. No pensó
nada. Simplemente, traspuso la puerta. Era un
paso trascendental aquel. Sin embargo- reflexionó
después, sentado en la galería de atrás que da al
jardín- los pasos trascendentales que uno da en la
vida, no tienen fanfarria como en la televisión. No
hay redoblar de tambores, no hay música incidental,
simplemente se dan. En un segundo, en un instante,
los hombres damos pasos trascendentales en la
historia personal, que es la única historia existente
y que no se escribe, pensó. No hay testigos, no hay
créditos. Sólo transcurre, acontece, deviene.
De nuevo echó un suspiro hondo. En su mano,
un vaso de agua lo acompañaba. Miró el jardín.
Nada cambió aparentemente. El mismo gris.
Algunas malezas se habían hecho fuertes. La misma
humedad subía por las murallas.
Pensó también en la muerte, en su muerte.
Un día, sin aspavientos ni suspenso alguno, daría
su último suspiro. ¿Qué importa si era él último o
no? Si todos los suspiros anteriores no importaron,
¿qué importaría el último suspiro? El resto es
literatura, sentenció. Lo que se publique después; los
comentarios posteriores, todo sería literatura. Como
los cuentos que él escribió. Imaginación. Inventos.
Se acomodó en el sillón. ¿Qué es lo real sino
lo que inventamos? Sólo existe lo que inventamos,
sentenció. Sonrió como si hubiera tenido una
iluminación momentánea. Se complació en este
pensamiento. Sólo es real lo que inventamos. Luego,
todo está esparcido por el mundo, como masas sin
forma. El universo era así, pensó. Hasta que Dios
lo pensó. Un día Dios pensó en el Universo, y los
ordenó con las palabras- reflexionó el escritor.
Se levantó. Con un poco de esfuerzo. Si bien
en su pensamiento, su impulso de levantarse era
perfecto, fue un esfuerzo levantarse de un tirón
como lo indicaba tal impulso.
Bajó los tres escalones que dividían la galería
rodeada de balaustres del jardín posterior de la casa.
Y caminó. Por mucho tiempo deseo este momento
tan poco extraordinario. ¿Qué es el tiempo sino
una ilusión? Pensó. Y le pareció cursi. Por mucho
tiempo, la casa era un sueño imposible. Era agua
escurrida entre sus dedos. Ahora estaba allí, como
antes. ¿Y el tiempo que lo separó de este momento
¿dónde está? Se miró las manos y lo encontró. Sus
manos arrugadas y deformadas por un soplo de
artritis. «El teclado», pensó. «Tanto tiempo de dar
golpecitos al teclado», diagnosticó.
Retomó su pensamiento anterior. ¿Y si el
pensamiento de Dios fuese como las manos del
Rey Midas? ¿Si Dios no pudiese evitar crear,
crear y crear? ¿Si Todo lo que pensase Dios sea
inmediatamente sentencia? Tuvo por un instante,
pena de este Dios imaginado. Desechó pronto, esta
idea; le pareció una herejía, una blasfemia. Y esa
rebeldía le pareció absolutamente desubicada a esta
altura de su vida.
Se paró en medio de ese jardín solitario en ese
rincón del universo. En esa casa sola clavada en la
ciudad como una peca, una mota más. Allí dio un
suspiro importante. Respiró el momento que había
venido a buscar. Allí, levantó la cara al cielo. Suspiró
hondo. Esbozó una mueca que parecía una sonrisa.
Su corazón estaba en paz. Pensó en Cristo. En ese
Jesús que había amado. Y comprendió aquel suspiró
que dio en la Cruz. «Todo estaba consumado».
CONSUMATUM EST. La obra estaba hecha. ¿Qué
era el tiempo sino un camino pedregoso y molesto
que divide al hombre de su partida a su destino como
un largo suspiro? Estaba allí, en medio del jardín
decadente de cara al cielo, contemplando finalmente
su llegada. La llegada fue conquistar el punto de
partida. Se sintió profundamente agradecido. Y
triste. Tristeza de haberse mentido tanto. De pronto
se vio tal como había llegado: Desnudo, sin nada,
perplejo, inocente, frágil, perdido, aguardando que
alguien lo tome en brazos.
Mirando alrededor rememoró en un instante
toda su vida ¿dónde quedaron tantos rostros, tantas
sonrisas, tantos caminos y atardeceres, tantos afanes
en verano, tantas brasas encendidas en invierno?
¿dónde estaban tantos papeles, proyectos, trazos
de tinta, tartas de cumpleaños, mascotas, desfiles?
De nuevo se culpó por ser tan cursi. «Los viejos no
podemos evitar ser cursis», decía su finada amada.
Sacudió la cabeza para despejarse de esa miel
amarga. «¡Maestro!..., le decían algunos. Le gustaba
que lo llamen maestro. ¡Era tan digno, tan noble!
Atesoró este nombre como el mejor título obtenido.
No es bueno sino lo que nace del espíritu. No le
calaba tanto siquiera que le digan Padre, porque
aquello era sólo de la carne. «Todo debe nacer de
nuevo del espíritu», parafraseó. Cada instante de su
pensamiento, comprendía los caminos, los recodos.
Había vivido mucho. Por fin llegó el momento
de dejar el cascarón; esa vieja cobija de músculos
casi disecados y ese esqueleto que arrastraba y le
permitía erguirse y dar pasos, ahora a duras penas.
Volvió al viejo sillón de hierro, parte del
mobiliario eterno de aquel rincón y echó una siesta.
Nadie sabe, nadie pudo identificar en medio de esa
siesta, cuál fue el último suspiro.
El escritor volvió a su patria después de un
largo exilio. Pudo poseer de nuevo la antigua casa
materna en el barrio en que había nacido. Una
mañana entró por la vieja verja de hierro del portal.
Los vendedores de frutas lo vieron entrar. Así se lo
contaron al grupo de docentes que fue a buscarlo esa
tarde para un homenaje. Lo encontraron muerto.
Parecía dormir la siesta. El escritor murió. Lo velan
en la Casa Municipal.


Capitalismo
Don Fulgencio tuvo una iluminación repentina.
Antes de estampar la firma, pidió permiso a los
señores de traje, con su amabilidad decadente del
siglo XX, para dar un último recorrido a la vivienda.
Con un gesto de condescendencia a sus subalternoscómplices,
la bella y rubia agente judicial, otorgó
el permiso al octogenario. Don Fulgencio entró
a la sala y vio el mural que había hecho una tarde
con sus nietos, al principio para cubrir las manchas
de humedad; luego ya fue una cruzada. Sonrío
recordando las ocurrencias de su nieto más pequeño.
Luego miró el «baño social». Recordó lo feliz que
se sintió su finada mujer, cuando en el barrio, los
Riquelme, decidieron renovar los sanitarios y dejaron
en la vereda éstos. El hecho había originado todo un
debate sobre la dignidad humana, el consumismo, la
asquerosidad que significaba posar el trasero en el
mismo lugar donde se había posado el gordo trasero
del seccionalero del barrio. Pero los argumentos
de Ña Rosita se impusieron. Es decir, no discutió
con nadie, simplemente dijo a Ezequiel, el eterno
constructor nunca sobrio, que dispusiera de ellos.
Río. Los sepulcros vestidos de trajes creyeron que
Don Fulgencio lloraba. Al más joven se le escapó
un suspiro que rápidamente recibió una mirada
de reprobación del gremio que lo rodeaba. Es que
después de los ochenta no se entiende si los viejos ríen
o lloran. No es sólo que se confunde la mueca, sino
el sentimiento. Luego pasó al comedor. Le parecía
oír las risas, las discusiones, los exabruptos de su
nuera que no podía controlar a sus hijos. Pero lo que
vio en un rincón lo detuvo: En la columna estaban
marcadas las estaturas de los nietos a medida que
fueron creciendo. Ellos mismos las fueron marcando.
Se interrumpió la medición a los 11 años. Se detuvo
allí Don Fulgencio para preguntarle a Dios cuánto
valía su historia personal. Creía que Dios, si podía
reconstruir la estructura de ADN de nuestro
templo personal cuando quisiese, ¿por qué no podría
reconstruir aquella columna de tiza y crayola que
hablaba de tantos sentimientos que ahora sostenían
su viejo corazón de pecador? Los leguleyos temieron,
al ver a Don Fulgencio tieso, que se muera antes
que firme la escritura de traspaso. Se miraron entre
sí ante el peligro. Pero respiraron otra vez cuando
Don Fulgencio giró decididamente y les habló,
aunque no se esperaban lo que dijo. «Lo siento. He
decidido no vender la casa». El cerebro de los cinco
no estaba preparado para esta respuesta. El motor
buscador de sus mentes de procesador estándar buscó
aceleradamente una reacción pero no la encontraron
mientras observaban como la voluntad de un viejito
chocho impedía el progreso, cuando ya el arquitecto
había dicho que urgía ampliar el estacionamiento
del Supermercado de al lado. Hoy, es posible ver, las
falencias del sistema, cuando se pasa frente al enorme
hipermercado, y en medio, como un lunar, se alza
(o mejor dicho, se baja) el antiguo chalet asunceno,
construido como un chorizo que se fue ampliando.
Allí vive Don Fulgencio con su nieto menor con
síndrome de down. Viven de su jubilación. Su hija
está en España. Su otro hijo está en Tacumbú.
Ninguna familia es perfecta.


Capitalismo II

Un dilema tenía Claudia. Un dilema ¿filosófico?
¿social? Recorrió la vereda de aquel barrio donde había
pasado su infancia. Miró la esquina donde había estado
el viejo almacén, donde Don Silvio, el almacenero,
otrora leía y leía mientras su esposa y sus hijos
atendían a la gente como si les hiciese un favor, como
si los clientes siempre fuesen inoportunos y molestos
y los despachados se marchaban con sentimientos de
culpa. Esos recuerdos le hacían sonreír.
Se acercó sigilosa a la otra esquina, temerosa,
como si no hubiese transcurrido más de treinta años
de la última vez que estuvo allí. La casa estaba como
antes. En cambio, donde estaba el viejo almacén de
Don Silvio, se erguía el edificio de una cooperativa y
al lado, donde estaba la casa de la viuda de González
con sus tantos gatos, la sede de los Masones.
Miró la casa del aduanero del al lado, en la
esquina. Allí, antes estaba un terreno municipal
que debía ser la placita pero los vecinos habían
preferido que sea simplemente la canchita. En
Semana Santa se reunían los niños a tomar pomelos
al pie del árbol de manduvi guasu, cuyas raíces
salientes servían de asiento.
Se sentó en el bar tipo balcón del gran
supermercado de la esquina y pidió una coca cola.
Mientras escribía garabatos, pensó. ¿Por qué
quiero volver a vivir en el barrio con mis hijos? Ese
barrio ya no existe. Sólo existe el espacio físico que
contuvo un sueño, una circunstancia, un tiempo, un
cúmulo de recuerdos que tienen forma como una
catedral, una estructura en mi mente que se resiste
a derrumbarse. ¿Pueden mis hijos vivir esa misma
estructura? ¿Para qué? ¿Para alimentar algún tipo
de sonsera llamado orgullo familiar? ¿No era eso
también «vanidad de vanidades», una nadería? ¿De
qué le servía al noble su castillo? Los fines egoístas
son tan tontos que se esfuman solos como el alcanfor.
El Conde construyó su castillo con orgullo de
prosapia personal, de sangre y abolengo, sin pensar
que era una contribución social, pero sí lo era. Hoy es
el museo universitario en Alemania, donde tontos e
inteligentes se pasean igual. Eso pensé cuando estuve
allí este último invierno. No es de él, no es de sus
hijos. Lo único que perpetúa a la gente es su aporte
social involuntario. No hay salida. Los patrimonios
familiares no tienen sentido. Sólo existe una familia
que es la humanidad. El resto es «play the game of life»
que a veces es divertido; pero sobretodo, entretiene,
un gran reality en el que muchos pugnan por ser
protagonistas y otros quedan en el «backstage». La
vida ya no es teatro como decían los antiguos sino
«reality», una caricatura de la realidad. Es necesario
aggiornar las metáforas.
Recordó el caso de otro imperio. El de un gran
señor que sólo tuvo hijas pusilánimes. Hoy, su
imperio ni siquiera perpetúa su apellido. Los yernos
lo tomaron por asalto. ¿Acaso sus genes vivían
en esos nietos que ni siquiera llegó a conocer? El
último Premio Nóbel de Química descubrió que el
hombre tiene muchos genes similares al cerdo y
a la vaca. El gran señor feudal muerto en el siglo
XXI, tenía más parentesco en el cerdo anónimo que
colgaba en el supermercado de sus nietos, que con
esos «herederos» con quienes no había tenido una
sola coincidencia de esas ideas de juventud que lo
llevaron en un tiempo a ser un héroe social.
Mientras, veía la coca cola bajar su volumen en la
botella y perdía el gusto, se le disipaba la frescura y
el gas. Volvió a lo suyo. ¿Qué compraría en realidad?
¿Un recuerdo que compartir? Pero ¿compartirían
sus hijos con ella el recuerdo? Tal vez me compre
a mí misma un sueño. Es un lujo que hoy me puedo
dar, agregó.
Compraría su antigua casa que alguna vez
perdió con dolor. Lo compraría para satisfacer los
caprichos de su espíritu terco y obtuso. Era una
decisión. O tal vez no la compraría. ¿Cómo volver
a dónde ya no pertenecía? Como los árboles de
Neruda, aquellos elementos ya no eran los mismos.
Ya no tenían su espíritu. ¿Probaría fusionar lo
antiguo con lo nuevo? ¿Haría el experimento de
afrontar ese espacio con modificaciones?
Fue al lugar. El cuidador le permitió entrar.
Estaban recibiendo interesados en la compra del
inmueble. Le mostró cada una de las habitaciones
como si ella no hubiese vivido en cada una de ellas.
Pidió pasar al patio. Allí se encontró con un viejo
amigo. ¡Por fin alguien con vida! Y su espíritu
se conmovió. ¡Lo compro! dijo, mientras giraba
alrededor del viejo amba’y, aquel hotel de pajaritos.
Lo compro, repitió, con lágrimas en los ojos.



Viuda
Desde el primer momento en que Elvira le dio
el primero beso a Juan, ella sabía que no sería
fácil. Pero no le importó. ¡Estaba tan segura! No
tenía ninguna duda. Muchas veces deseó tener
la misma certeza de entonces. Era como si no
existiese otro camino en el universo. Era obvio,
era natural, como la caída del agua de la cascada
artificial que veía en el jardín donde aguas caen
por la ley de gravedad. «La lluvia cae, el universo
acontece», sentenció. Ni siquiera consideró
aquello como una elección. Era como si iniciase el
camino que no podía dejar de caminar. Era como
respirar. Hay tiempos en que el ser humano–
continuó su reflexión cerrando el álbum que
tenía entre las manos- simplemente vive, no
elige, no decide. Existen tiempos en que somos
plumas, somos el diente de león que arrastra el
viento. Simplemente somos en brazos de la vida.
Simplemente somos, enfatizó en voz alta.
Recordó un antiguo poema de Josefina Plá:
«Vivir es elegir…» Ella presentaba a la vida como
una sucesión de encrucijadas donde en forma
permanente elegimos. Pero hay veces que somos,
no vivimos. Y el libre albedrío se convierte en
mito. ¿Acaso puede elegir el agua, ser agua? ¿Acaso
puede elegir el fuego, ser fuego, o las olas ser otra
cosa? La vida a veces no es elegir, es simplemente
ser en brazos de la vida.
Ahora comenzaría a elegir. La primera decisión
fue emprender aquel viaje, vender la casa así
como está. ¿Acaso estaba eligiendo? Elvira se había
convertido en golondrina. ¿Acaso las golondrinas
pueden elegir no ser migrantes? Sólo Juan Salvador
Gaviota eligió no se gaviota. Pero eso es un cuento.
Acababa de volver de un sitio en que dijo adiós
al compañero de su vida. No se atrevía a mencionar
la palabra exacta. Aquel sitio silencioso acogió la
materia gris e inerte del que fuese su amigo. En
aquel momento se posó un benteveo en el arbusto
del jardín. Lo vio a través de la ventana abierta.
Pensó que ella era aquel pájaro amarillo solitario.
Dicen que las aves tienen un compañero para toda
la vida. ¿Qué hacía aquel pájaro solo en el jardín?
¿Acaso venía a consolarla y decirle que él también
era un solitario? Creyó comunicarse con el pájaro
amarillo. Y en un instante, se detuvieron ambos.
Hasta que se alejó raudo como lo hacen los pájaros.
Quizás una tormenta lo dejó en soledad. Quizás un
gato del vecindario. El pájaro se quedó solo y volaba.
Volaba como lo haría ella ahora.
¿No querés llevar los objetos personales, tía?
Le dijo la sobrina que había encontrado pronto
un comprador dispuesto a pagar al contado por
aquella casona tan interesante. No. No puedo
llevar tanto equipaje, respondió. Llevo sólo lo
indispensable. Sabía que los portarretratos sobre
esa chimenea serían reciclados quizás, o irían así
mismo al basurero. Sabía que esos álbumes quizás
mueran de humedad en algún desván si no fueran
arrojados directamente al tacho para que el camión
de recolección los llevara a un destino incierto.
Podés disponer de todo- le aclaró.
Miraba el retrato de Juan por última vez. Sintió
el impulso de arrancar una foto y llevarlo con ella.
Así lo hizo. Era una sola foto, el retrato en que
aparecían juntos, jóvenes, sonriendo a la cámara.
Este retrato nos retrata, redundó con una sonrisa
leve. Y guardó la foto postal en la cartera. Era lo
único que se llevaría de aquella casa, a punto de
pasar nuevos dueños.


Tolerancia
Marcela odiaba las manías de su padre. También
odiaba las de su madre. Pronto comprendió que su
tía también tenía manías. Admiraba a Martina. Ella
era perfecta. Ella no decía nada fuera de lugar y
siempre llevaba una sonrisa en los labios. Fuese cual
fuese la circunstancia, Martina llegaba a la casa con
sus tijeras para cortar el cabello a toda la familia y
se iba con la misma sonrisa.
Hoy Marcela es una mujer adulta. Y sentada en
la galería de su casa de ladrillos, retrocede al tiempo
de su niñez y parece descubrir como en una película,
cuando Martina llegaba a su propia solitaria casa, se
quitaba la máscara de la sonrisa y se sentaba como
ella en la galería, a compartir un té con la soledad.
«Sólo la soledad es la compañía perfecta», pensaron
Martina y Marcela, en el mismo instante, a pesar
de la distancia del tiempo. Ella (la soledad) soporta
nuestras manías. Ella no necesita máscara alguna.
Ella está allí, no es moralizante, ni nos hace dudar si
somos lo suficientemente buenos para ser su amiga.
Ella está, silenciosa o risueña, es nuestro espejo,
nuestro reflejo en la nada. Es tan callada que a veces
da miedo.
Ahora, después de mucho tiempo, Marcela
comprende que su amiga perfecta, su admirada
Martina, era la impostora perfecta. Nadie la sufría
(era «solterona»), pero es difícil a uno mismo cargar
sola con el peso de uno mismo. Martina cargaba con
su propio yo, sola. A veces, sentía paz consigo misma,
pero a veces, su alma estaba agobiada. Necesitamos
a alguien para intercambiar la carga inmensa que
representa ser un ser humano imperfecto. ¡Ni
siquiera podemos bancarnos un Santo mirándonos
desde su nicho! Somos tan intolerantes que un Santo
es insoportable. ¿Cómo mirarnos y justificarnos en
alguien casi tan perfecto como Dios?
Marcela observa hoy, la manía de su esposo,
la manía de sus hijos, ¡hasta la manía del bebé!
El perro tiene manías y el gato también. El clima
tiene manías ¡hasta mosquitos! Pero a veces, todo
está con una paz tan querida, tan azul… El clima
es perfecto. Hay instantes, también, que los seres
humanos somos perfectos. Apenas un instante en
que Dios nos mira con compasión y nos derrama la
gracia de la perfecta paz, la satisfacción plena del
alma y del espíritu.
Pero lo más impactante para Marcela ha sido
descubrir, ahora que es adulta, algo que no había
sospechado: ¡Ella también tiene manías!! Guau. Eso
no se imaginaba en su niñez. Eso le hizo comprender
que la madurez es llegar a un punto en que entiendes
este secreto de la convivencia humana. ¡No somos
perfectos! Pero a veces lo somos. Y las manías son
formas de distraer el peso del alma y sus recuerdos
imborrables; el peso del espíritu imperfecto, de
los pecados y los defectos. Los efectos colaterales
que tiene la vida, mientas perseguimos como a la
mariposilla esquiva de J.R. Jiménez, ese instante
perfecto que puede estar en cualquier punto de un
día cualquiera.




Ella y él
Había planificado su vida para vivirla sin
sobresaltos. Sin palabras extremas. Sin desequilibrios,
ni gritos, ni nada que atentase contra la lógica; sin
un atisbo de locura que no esté plenamente ideado;
sin nada ridículo ni absurdo. Era como un gato,
un animal de costumbres, casi aristocrático, un
poco hipócrita, como los gatos que en la oscuridad
despliegan todo su instinto sanguinario contra los
ratones o en su orgías a medianoche. Era algo así;
un ser normal, aparentemente, que se refugiaba en
el estricto raciocinio cartesiano para escapar de la
locura que rodeaba el territorio de su mente cada
noche, y que solapadamente le mostraba el absurdo,
mientras reía como los villanos de las películas.
Ella era así. Veía los dientes sin cepillarse de la
loca realidad de la que se escondía todos los días
en una agenda perfecta, organizada, impecable, que
merecía aplausos.
Hasta que él llegó a su vida con tu extrema
estupidez. Con sus manías de enfermo empedernido;
con sus alergias y su razonamiento atolondrado que
sorteaba los pasos de la lógica para llegar con atajos
hasta la verdad.
Ella era así. Y sabía reconocer la poesía. Dios le
había dado el don de reconocer la poesía que pasaba
rauda o se cruzaba en una calle cualquiera en una
fecha que no se recuerda siquiera. Ella era así. Sabía
oler la sutil fragancia de la poesía.
Y él era así, como la guerra, que lleva al ser
humano fuera de su rutina, a oler el cuerpo de seres
humanos quemándose; a oler la sangre humana que
produce reacciones químicas insospechadas en su
cerebro. Situaciones límites. De querer escapar por la
ventana y no poder. De querer escapar sabiendo que
no lo hará nunca porque esa no es su naturaleza.
Y así, ella pudo romper sus límites naturales y
salir a la calle. Pudo abrir la puerta de sí misma y
correr por la vereda del mundo, aunque sea forzada,
huyendo de situaciones limites; pudo romper el
autismo. Porque si fuese por ella, nunca hubieras
prendido la radio y escuchado más voces que la
propia; Nunca hubiera tomado un camino distinto
ni probaría sabores nuevos. No hubiera gastado
nunca en chocolates. Ni hubiera amado.



Huérfano. 
Al niño F. Peña.

Me llamaron del asilo a las 09.30 horas. «Señor
Peña: Su madre acaba de fallecer». Salí de la
radio tan pronto como pude tomar las llaves del
auto. Cruce la nueve de julio como un suicida. Mi
madre aún estaba tibia. La Abracé tratando de
retener el calor que dejaba su cuerpo para siempre.
Luego vino todo lo de rigor. Rigor mortis. Papeles.
Autorizaciones. Pagos. Acepté la propuesta del
crematorio. Si no la visité en vida, tampoco la iría a
visitar al camposanto. En el salón crematorio era el
único en la sala. Tras el cristal templado veía como
el cuerpo de mi madre era envuelto por el fuego. Era
como un fuego amigo que la abrazaba. Me aferré
fuertemente a mi asiento. Hubiera preferido que la
tierra la envolviese a oscuras, fuera de mi vista. Que
miles de moluscos pequeños limpiasen sus huesos,
hasta que un día los recoja completos y los reduzca
a una urna menor. Pero no. Estaba acostumbrado a
las situaciones límites y estaba viendo a mi madre
consumirse en el fuego.
En ese momento pensé que Dios había perdido el
control del mundo. Mi alma se rebelaba como aquel
ángel expulsado. Tenía ganas de encarar a Dios y
preguntarle por qué no evitar el dolor. Por muchos
años, mi papel había sido ese. Tratar de evitar el
dolor, o minimizar el dolor, a través del humor, de
la ironía, del teatro burlesco, de representar incluso
a veces, un papel de triste payaso. Sin embargo,
Dios Todopoderoso, no evitaba el dolor. Ese dolor
profundo que sentía en el alma, lacerante, terrible,
consumía como fuego mi ser más hondo. A medida
que el fuego se llevaba para siempre a mi madre,
recordaba su sonrisa, ese lazo de amor que nunca
compararía con nada en el mundo. Esa ánfora que
me contuvo, y de la que no terminé de salir nunca,
ahora no estaba. Me había quedado huérfano, solo.
Y comprendí el significado de la palabra huérfano.
Sin hogar. Definitivamente, sin hogar. Mi madre ya
no existe. Es sólo un recuerdo. Algo tan etéreo que
no es casi nada. Un recuerdo que vive en el hotel
de mi mente que tiene laberintos que nunca he
comprendido. Ahora mi madre sólo era un fantasma
en mi mente, sin manos, sin voz, sin un lugar en
ninguna parte del universo. Mi madre se había
transformado en menos de una hora, de un ser que
ocupaba un lugar en el espacio, en nada, en cenizas
impersonales sin ADN, en polvo. «Polvo eres y
polvo serás». Nada era, nada es. Sólo un recuerdo.
Mientras explotaban sus órganos como fuegos
artificiales en reacciones químicas inimaginables,
todos estos pensamientos pasaban por mi mente.
¿Seré tan humilde como para someterme a la
esperanza? ¿O mi soberbia seguiría alimentando mi
rebeldía? Hoy, he terminado de convertirme en un
ser sin ningún lazo. Soy un huérfano. Son un paria
del mundo. En el semáforo se me acerca un niño de
la calle. ¿Qué me diferencia de vos? No puedo ir a
jugar en el charco luego de pedir dinero. No puedo
tirar piedras a los árboles en la plaza. Soy un niño
huérfano de 52 años encerrado en una jaula llamada
sociedad que me obliga a representar un papel de
profesional adulto.


Pedaleando

Julio tenía que hacer como siempre, el trayecto de
su trabajo a su casa en bicicleta. Conocía de memoria
el camino. Sabía dónde debía pedalear y dónde tenía
que dejarse llevar por la ley de gravedad. Para él, el
camino de su casa al trabajo, y del trabajo a la casa,
era una metáfora de vida. Su vida había sido así. Hubo
momentos en que simplemente se dejó llevar por la
inercia. Hubo trayectos en su vida que realmente
le costaron esfuerzo. Sin embargo, siempre supo
mantener el equilibrio y el afán permanente. Hubo
primaveras y veranos en que realmente disfrutó el
camino. Pudo percibir aromas de eucaliptos y pinos.
En otros pasajes olió la penetrante fragancia de los
mirtos de algunos jardines misteriosos, porque en
la noche no podía precisarlos. En cierta ocasión
fue perseguido por una jauría de perros. Más de
una vez lo mojó la lluvia y lo halló desprevenido.
A veces percibió que la gente estaba optimista.
Quizás haya sido subjetivo, pero así lo veía. En una
oportunidad ¡hasta tuvo que llevar un pasajero! Le
costó menos de lo que imaginaba. El pasajero hizo
que en las bajadas se incrementara la velocidad,
y asumió una responsabilidad mayor al conducir.
Hubo días en que realmente le costó pedalear. Hubo
tardecitas donde pedalear le sirvió de desahogo
a tanta euforia. Hubo días en que inclusive pudo
observar el trayecto en detalle. Julio había hecho la
rutina de su vida de modo que encontraba espacio
para ser feliz. Su tiempo, el suyo propio, el de él y
nadie más, era ese. Entre la casa y el trabajo, tenía
ese respiro sólo suyo, en que sus pies pedaleaban,
su cuerpo mantenía equilibrio sobre la bicicleta y
podía pensar. Siempre es necesario tomar algunas
precauciones. En especial en ciertos tramos de
tráfico difícil. Se consideraba prudente y atento.
Pero un día, le robaron la bicicleta. Y tuvo que
andar a pie. Todo se volvió más lento, más duro.
Y pensó ¿puede mi libertad depender de un biciclo?
A veces la libertad no cuesta tanto como dos ruedas.
Dos ruedas, un caño y un pedal, era el diseño de la
libertad de Julio. Y entonces, cada hora de su trabajo
dedicó a ahorrar para recuperar la libertad. Hoy Julio
estrena bicicleta. Estrena trayecto, estrena ilusiones.
Él es el que vuela. Él es el motor junto a las leyes
puras de la naturaleza. Allí no hay revoluciones, no
hay agresión. «Mi biciclo es la máquina perfecta»,
pensó y se tiró en la bajada. “No necesito alas”. Las
aves también hacen un esfuerzo. El secreto de volar es
manejar el viento. Lo que el viento era a los pájaros,
era la gravedad para Julio. Y en medio del tráfico,
estaba expuesto igual al peligro. Pero no como un
animal pesado, sino como los pajarillos o los insectos
que mueren sin mucho ruido por un descuido y casi
sin molestias. Julio se había convertido en un pájaro
raudo cruzando los suburbios que también tenían lo
suyo. Era un hombre feliz. Porque si bien dependía de
algo, dependía de poco. ¿Existe la libertad absoluta
en este mundo?, filosofaba una tarde de diciembre. Sí.
En este instante, en este minuto, en esta tarde, soy un
hombre perfectamente libre, se respondió, mientras
llenaba sus pulmones de un aire repleto de presagios,
melones, piñas, sandías y preparativos de Navidad.



Clavelina

Clavelina era sólo una metáfora de Dios. Era
sólo eso. ¿O era «eso», luego? Le hubiera gustado
ser importante; ser independiente; Ser. Pero se dio
cuenta que el poder ser definida con un nombre,
por algunas características específicas, la ubicaban
simplemente en el inventario del universo: Especie,
género, perfil psicológico, raza. De pronto deseó ser
como los ángeles desconocidos, apenas imaginados
y nombrados, que nunca pasaron por microscopios.
Se apoderó de ella ese pecado capital que había
perdido a la humanidad: La envidia. Envidió a los
ángeles. Pero sólo por un instante. Luego se dio
cuenta que ellos también estaban catalogados en la
Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.
Clavelina regresaba una tarde cualquiera
de agosto a su casa. Era un camino rodeado de
hierbas. ¡qué bellas son las malezas!, pensó. Sus
compañeros de escuela iban un poco atrás o un
poco adelante. Nadie quería acompañar sus pasos.
Porque de repente, se sentaba en el medio del
trayecto a mirar una que otra florecilla silvestre.
Estaba obsesionada por la variedad y riqueza, que
a los demás les eran indiferentes.
Clavelina tenía un libro. Un libro grueso, pesado.
Ella lo hojeaba cada tarde con gran delicadeza.
Entre las hojas de ese libro que alguna vez fue útil
como lectura o documento, están las florecillas
silvestres. Aquí, estaba una, con pequeñísimos
pétalos amarillos. Aquí, estaba otra, un diente de
león ahijado del viento que se había apropiado
de ella. Y esta era su preferida: Un capullito rojo
con un hueco adentro. Se imaginaba que en ese
hueco, podían acunarse las hadas, o los duendes.
Algún ser pequeñito y feliz. Había encontrado en
el camino, la flor que ella misma había ayudado a
Dios a crear.
Un día, en el cielo había mucho trabajo. Dios
estaba con un nuevo proyecto. Entonces había
euforia en el paraíso, como en un canal de televisión
donde preparan un nuevo programa y se cruzan
productores, arquitectos, actores… Como en una
nueva película de Hollywood. Todo era ilusión,
fantasía, esperanza y euforia creativa.
Dios había dado a conocer su proyecto a los
ángeles: Crearía un nuevo mundo. Dios era generoso,
y amaba a sus fieles servidores alados.. Por eso, los
convocó, y decidió hacerles partícipes de la creación
del nuevo mundo. Llamó a la licitación a todos
los ángeles artistas. Los mejores proyectos serían
premiados pero ninguno sería desestimado. El cielo
era pura música y alabanza, era una fiesta perenne.
Ángeles venían e iban de aquí para allá. Los corrillos
del cielo estaban repletos de alabanzas y cánticos
comentando la nueva obra. El corolario de aquella
obra sería puesto por Dios. ¡Era una sorpresa! Los
colores de las paletas de los ángeles se mezclaban.
El entusiasmo cobraba formas, sonidos, olores. Era
como una larga víspera de Navidad o una madrugada
prolongada y celeste de Reyes. Estos artistas
compartían sus ocurrencias con alegría. La envidia
no había nacido aún. Ni siquiera la vanagloria, ni el
orgullo y mucho menos la soberbia.
Y así, llegaban al Señor, los diseños aprobados:
Los crotos, las petunias, lirios, madreselvas… La
rosa ganó una mención especial. Le gustó mucho
al Señor y la reservó para alguien a quién tenía
guardada en el corazón y que ya vivía allí desde
siempre. También le gustó la estrella de mar. La
reservó asimismo para aquella persona especial.
Aprobó con beneplácito las formas geométricas
que eufóricos y alegres, tintineando de felicidad, le
acercaban sus hermosos ángeles: Cristales de nieve
fantásticos. Para cada uno de ellos había exclamación
en el cielo, un ¡Ohh!
Fueron llegando claveles, crisantemos,
margaritas, pequeñas violetas… Algunas flores
recibían de Dios el perfume. La ofrenda de ese aditivo
Dios lo reservó a sí mismo, como el gato, maestro
del tigre, se reserva el derecho de saltar atrás. Por
mucho tiempo continúo la creación de la obra.
Dios acariciaba la textura de las hojas, de los
pétalos. Observaba como la delicada red de filamentos
vegetales cernía la luz clarísima del cielo. Y se
complacía en sus criaturas. Él podía haberlo creado
todo, pero era feliz al otorgar a sus ángeles artistas
el honor de ser copartícipes de su obra. Surgieron
las hojas, con sus formas acorazonadas, alargadas,
redondas, aterciopeladas, lisas, transparentes,
compuestas o sencillas. Surgieron los pecíolos,
estambres, cotiledones, las flores con toda su
anatomía minúscula. Los árboles recios, frondosos,
gráciles. Los frutos perfumados, jugosos. A algunas
hojas el Señor agregó fragancia y a otras incluso
¡sabor! Y surgieron las rocas, la arena, cada puntito
transparente de las playas. Y los ángeles eran
inmensamente felices observando aquel universo que
Dios preparaba con ellos. Seres alados, transparentes
alquimistas mezclaron los elementos que Dios les
dio e hicieron lo más bello que tendría la Tierra en
su mundo mineral: El agua. Y crearon el mercurio.
¡qué divertido el mercurio! Reían los ángeles. Luego
hicieron el plomo. Hubo una conferencia para
presentar al plomo. ¡qué pesado! A veces Dios se
ponía un poco triste. Y los ángeles no comprendían.
Pero Dios conocía el futuro. Por algo era Dios.
Cuando crearon la plata crearon la luna. Y se
creó también el oro. También hicieron un festival
del fuego, de los volcanes, de la lluvia. Los ángeles
aprovechaban toda ocasión para hacer una fiesta y
cantar alabanzas. ¡Qué felicidad había en el cielo!
Y llegó el tiempo de crear los animales. Hubo
ceremonias de nuevo para adentrarse en esta nueva
etapa. A Dios le agradan las ceremonias y ritos. El los
había creado. Fueron creados los microorganismos,
el plancton, los corales, los líquenes, los animales
de sangre fría y caliente. Cada célula era objeto de
explicaciones sorprendentes y asombrosas.
¡Nosotros también queremos crear! Exclamaron
algunos de los millares de ángeles artistas. Pero no
había reclamo en sus palabras, sino inmensa alegría
y entusiasmo. Todavía faltaba el fondo del mar. ¡Qué
maravilla el fondo del mar!! Les prometió que allí
irían siempre a observar la belleza y la perenne y
cadenciosa danza de esos elementos al compás de la
música de la creación eterna.
Luego vinieron, ya, los mamíferos. ¡Qué bellos!
De las aves, y la florecillas silvestres, se ocuparon
los ángeles pequeños, los querubines mimados
de Dios. El niño Jesús, cuya divina infancia era
atesorada en un cofre del corazón del Señor,
jugaba con los querubines y los ayudaba a realizar
gorriones, y pajarillos cantores, con pinceles finos
de delicadas cerdas.
Los ángeles también crearon los dinosaurios.
Prototipos de máquinas. Hubo un boom cuando
aparecieron. A los ángeles les encantó el paisaje del
entorno. La era cuaternaria llegaba a su fin.
Y por fin la obra estaba culminada. Azul y verde,
flotaba en el Universo el fresco planeta. Radiante
con su flamante sol recién creado. Una estrella
fabulosa, preciosa, llena de helio. A los ángeles les
gustaba tomarse un baño en sus llamaradas, ya que
ellos no se quemaban.
Contempló largamente Dios su obra, junto
a sus fieles servidores. Ahora, voy a crear a una
nueva criatura que reinará en este nuevo mundo,
dijo El Señor. Los ángeles quedaron perplejos, en
suspenso, curiosos tal vez. Fue así, como tomó la
propia esencia de esa tierra para moldear al hombre.
Y lo hizo a su imagen y semejanza con un soplo de
su espíritu. Se complació en su obra. El hombre era
inocente. El resto ya lo conocen.
Clavelina era un querubín. Y nació como niña,
porque se había apegado tanto a su labor, que pidió
al Señor el privilegio de ser de la especie humana,
beneficiaria de la gran obra. Pero a veces añoraba ser
de nuevo ángel y para olvidar su nostalgia infantil,
miraba las florecillas del camino y las atesoraba
entre las hojas del libro viejo. Y miraba el hueco de
aquella florecilla roja que había contribuido a crear
con tanto amor para tantos seres indiferentes.

Las Siestas de Rosalba

Una vez más, Rosalba cerró la puerta de la
oficina con llave. Sus compañeros se intrigaban. Se
preguntaban por qué lo haría siempre a esa hora,
a la siesta. Quizás se tomase una siestecita. Quizás
rezase el rosario.
Esa tarde, ella quitó un bolso del armario. Miró
en el pasillo y no había nadie. Entonces descendió las
escaleras rápidamente hacia el garaje. Tomó su auto
y se dirigió hacia una zona más tranquila de la ciudad
donde había una plaza. Allí estacionó, y se cambió
rápidamente como las súper heroínas de las historietas.
El traje gris de oficina, el gastado uniforme dio paso a
un bello conjunto ceñido al cuerpo, al estilo de Diana
Peel, protagonista de los Vengadores. Se alzó el cierre
dejando un importante escote donde se dibujaba el
nacimiento de sus senos. Se los acomodó para que
quedasen sexis. Se soltó el cabello y lo sacudió como en
los comerciales de champú. Se maquilló rápidamente
con la eficiencia de una súper modelo. Como toque final
El Chanel «namber faiv» precioso tesoro que le duraba
una eternidad. Se miró al espejo del retrovisor. Sonrío
satisfecha con la transformación. Decididamente, se
dirigió a su destino. La zona elegante de la ciudad
estaba repleta a esa hora. Los oficinistas se daban un
break a la siesta para almorzar. Eran ejecutivos en su
mayoría. Gente bien puesta. Se dirigió al más coqueto
de los cafés del lugar, donde en un rincón divisó a
Esteban. Todo parecía un romance de Corin Tellado
y ella, el personaje principal. ¡Hola! Un rápido beso.
Menos mal que el rouge era indeleble. Esteban la
miró de pies a cabeza con admiración manifiesta en
su sonrisa. Estaba orgulloso de tener a su lado a una
mujer como aquella, sofisticada, elegante, inteligente,
fragante, ¡bella! Comieron algo ligero. Tomaron un
café, con aroma y cuerpo, agua mineral, y rieron con
ganas, festejando las ocurrencias de uno y otro, en una
conversación que era un despliegue de ingenio, una
gimnasia para las neuronas de ambos. Luego, la llevó
hasta el estacionamiento donde le mostró su nuevo
auto deportivo y la invitó a dar una vuelta a bordo.
Esteban era tremendamente apuesto. Cabello castaño,
bien cuidado. Ojos negros centelleantes. Ropa fina.
Era soltero, perfecto caballero y estaba enamorado de
Rosalba. Había dejado desilusionada a muchas jóvenes
hermosas porque la prefería a ella. Y le era fiel y leal,
a pesar de que lo suyo no pasaba de ser una amistad
con promesa de convertirse pronto en algo más.
«Cualquier día de éstos», pensaba. Pero no como una
seducción o conquista sexual cualquiera, sino como un
romance verdadero, de esos que sólo aparecen en las
novelitas de Vanidades o Cosmopolitan. Rosalba miró
su reloj. ¡Oh, Dios mío! Faltaban sólo diez minutos
para las 15.30 horas, en que se reanudaba el trabajo en
la oficina. Debía volver. Rápidamente él la llevó hasta
donde había estacionado su reluciente vehículo. Antes
de subir a él, se abrazaron con ternura, y él respiro
hondamente como para retener el perfume de aquella
mujer de ensueños. La beso brevemente en los labios.
Ella lo miró con picardía, mientras encendía el motor
de su auto.
Al rato, en el garaje de la oficina, apenas tuvo tiempo
de cambiarse. Rosalba recuperó inmediatamente su
aspecto gris. Subió a su oficina sin ser vista. No sabe
cómo continuará esta historia, mañana, pero puede
garantizar que será emocionante.
Son las quince y treinta. Ha dado vuelta al
cerrojo. Su jefe estaría llegando, como siempre
puntual. Tiene trabajo que hacer continuando en ese
ambiente sin colores donde hace quince años hace lo
mismo sin visos de progreso, repitiendo diariamente
el recorrido en subte desde los suburbios. Estaba
atrapada en aquella aplastante rutina. Y retoma
energías fantaseando en las siestas en el diván de la
oficina de su jefe, un malhumorado psiquiatra más
maniático que sus pacientes. Mañana, continuaría
su romance, con aquel modelo que en la página de
Vanidades, anunciaba el nuevo deportivo de BMW.



 Buda al revés

Cuenta la leyenda que Buda era un Príncipe
muy amado por sus padres. Lo amaban tanto que
temían que el mundo lo haga sufrir. Entonces, lo
encerraron en un palacio maravilloso donde tenía
todas sus necesidades materiales satisfechas, además
de la belleza de la naturaleza, la arquitectura y el
trato amable.
Buda era feliz hasta que descubrió que afuera existía
el mundo y el sufrimiento. Y decidió enfrentarlos.
Cuando fui mucho más que un adolescente huí
de casa. Si no hubiera salido de allí, hubiera pensado
que yo era ruin por esa frase popularizada de Ortega
y Gasset que él es él y sus circunstancias. O sea que,
¿no soy completa en mí misma? ¿Sólo soy acorde a
mis circunstancias
A veces combino con las cosas. Me mimetizo.
A veces amo a alguien por lo que soy con él/ella.
Y a veces no combino. Soy lunar. No encajo. Y en
otras ocasiones, en el instante menos esperado,
por apenas unos segundos suficientes, encuentro
la orquesta exacta para mis huesos y soporto la
vida. Compatibilizo. Sueno afinada. Pertenezco.
I belong.
Sin embargo, la mayoría de las veces, ¡es tan
difícil encajar! Hago esfuerzos desmesurados.
Renuncio, pretendo moldearme. Amoldarme, me
arrodillo y me arrastro, sólo por encontrar un lugar
en el mundo. Y al cabo de un tiempo, me enderezo
y veo que fue inútil. Y hasta creo que felizmente ha
sido inútil. ¿Cómo encajar en lo que íntimamente
se desprecia?
Definitivamente, a veces es importante comprobar
que de alguna forma, tengo una naturaleza. A veces,
es importante descubrir que todo lo que existe
alrededor es fútil, inútil, despreciable. O sea que, lo
que duele y lo que es defecto, se convierte en lo que
consuela y es fortaleza. Quizás tenga una existencia
independiente y sea una. The one. Quizás, despojada
de toda circunstancia, me encuentre a mí misma y
por fin pueda conocerme. Y saber si soy o no soy,
independiente a las circunstancias.
Cuando salí de mi primera circunstancia
comprobé como Buda, que existía otra realidad.
Pero al revés de Buda, afuera descubrí la utopía, el
sueño de un mundo feliz y maravilloso. Descubrí
que no existían modelos determinantes; que no todo
era mito, que también existían realidades. Descubrí
que lo que se representaba en la tele, como historia
rosa, podía ser cierto, a veces. Cuando salí de casa,
descubrí que podía ser otra, además de equella que
había determinado mis primeras circunstancias. No
sé por qué entonces decido volver. Quizás porque el
haber descubierto que puedo llegar a ser feliz, me
dio la fuerza para soportar volver al hogar.


El hombre
Dios estableció la vida del hombre en un
promedio de cien años. Nuestra «vida útil» como ser
del Universo es de un siglo. Más allá de ese lapso,
nuestros sentimientos decaerían como se degradan
los ingredientes de un producto. El espíritu sólo
tolera la faz de la Tierra durante un máximo cien
años. Luego ya no es posible ser un humano. Mutaría
nuestra naturaleza, seríamos como los mutantes de
las historietas de Robin Wood.
¿Qué haría Dios con nuestra alma luego?
¿Dónde instalaría nuestra conciencia? ¿Reciclaje
quizás? Pensar en la reencarnación es una herejía.
La muerte no dolería tanto si los hombres fuésemos
conscientes de que nuestra conciencia – ese timón
de la autosuficiencia- es ilusoria; tan frágil, que al
caer los párpados nos perdemos a nosotros mismos.
Por las noches nos confundimos en un laberinto
del cual no sabemos si volveremos. Es como dejar
los zapatos afuera. Cuando dormimos, estamos
descalzos de nuestro autocontrol y simplemente
confiamos en Dios, en el ángel de la guarda que es
nuestro piloto automático. ¿Cómo fundamentamos
entonces la soberbia? ¿O somos niños malcriados
de Dios?
Menos mal que creo en los ángeles, esos niñeros
obedientes que por puro amor a Dios nos cuidan.
Se necesita mucho amor para hacerlo. Menos
mal que Dios es fuente infinita de amor. De lo
contrario, ¡pobre de nosotros! Ellos nos despiertan
y nos devuelven la conciencia para orinar en las
madrugadas o ir al trabajo en las mañanas. Ángeles
que programan nuestras mentes conforme al reloj
de la Tierra. ¡Qué frágil es la conciencia!
¿Qué somos? una mezcla de elementos. Un
conjunto de hormonas, de huesos, de carne invadida
por bacterias y virus; con terminaciones nerviosas.
Un conglomerado químico de reacciones producidas
por nuestras glándulas suprarrenales, pituitarias y
el hipocampo. Dios tiene algo para que funcione
todo y se llama poder. El mismo que reparte
generosamente por amor pues tiene el monopolio
de todo. Pero por suerte es bueno y nos dio también
el sentido del humor. De lo contrario no estaría aquí
jugando a rebelde. Definitivamente no existiría.
Somos el producto del delicado equilibrio de
funcionamiento de nuestro cuerpo, afectado por
factores externos como el frío o las contusiones.
Somos barro y miseria. Somos caníbales comiendo
carne igual a la nuestra. Somos un conjunto
intrincado de células, tejidos, huesos, tendones,
músculos, etc. Ese grotesco espectáculo en la
carrocería del churero, de boges, librillos, kumatares,
mondongos, hígados y riñones esparcidos como
piezas para armar. Eso somos. ¿Qué más podríamos
ser? ¡Hijos de Dios! ¿? Bueno. Más bien parecemos
a veces desperdicios de Dios, para no usar palabras
fuertes que puedan ofender los divinos oídos. ¿Dónde
radica nuestra grandeza? En renunciar al barro
concreto que somos y aferrarnos a lo que soñamos
ser. A renunciar a lo que tocamos y creer en lo que
imaginamos. ¿En eso radica nuestra grandeza?
«Dios hizo al hombre a imagen y semejanza.» (¿?).
Dios, multiplicando su imagen en un espejo poliedro
de infinitos rostros, formó a los seres humanos.
Cada uno es un reflejo de su divino ser. Algunos
perfiles son mejores que otros. ¿O somos cada uno
completos por la gracia y el misterio de Dios y por
Cristo que nos amalgama en la comunión mística?
¿Es así? Desterrados estamos del Paraíso de Platón.
Platón, el de enormes omóplatos ya lo supo antes
de inventarse el microchip. Quizás otro lo haya
soñado pero sus escritos perecieron en el incendio
de Alejandría.


Decadente
Desde pequeña odiaba todo lo que fuera decadente.
Mi espíritu se rebelaba en mi infancia, más allá del
entendimiento lógico, ante todo atisbo de decadencia.
Hoy, yendo en colectivo, observo mi rededor y me
pregunto ¿qué es decadente? Decadente es la tarde
del domingo. Decadente es la tarde del primero
de mayo. Decadente es el barrio del Hospital de
Clínicas con su olor y color mortecino de tarde de
feriado. Decadente eran los viejos en las tardes de
domingo de mi infancia que repetían su rutina como
esperando la muerte. «Mientras tanto», jugaban a
los naipes apostando semillas de tártago. Decadente
es el olor a herrumbre de los barcos abandonados a
orillas del río en Varadero. La mala digestión de la
tarde del domingo forma unidad con los relatos de
fútbol y la música que llega desde lejos de parlantes
estridentes, agudos, chillones. Decadente es perder
la carrera contra el tiempo. Es quedarse. Decadente
es quien se regodea en el espectáculo de su propia
caída y se resigna a no vivir. Decadente es la inercia,
la sobrevivencia, y el color opuesto en el espectro a
la esperanza.


Vania
Yo andaba por la vida, con mis sueños a cuestas
en una mochila. Caminaba por senderos llenos de
árboles, con algunos pasajes oscuros y con algunos
rincones resplandecientes de poesía. Un día, yo
no sabía dónde iba y estuve triste. Entonces, Dios
me envío una rosa. Era un pimpollo color rosa té.
Suave, perfumado, delicado. Hecho con la maestría
del creador. Interpreté esa rosa como señal de
amistad, de amor infinito, de lealtad. ¿Sabías que una
rosa rosada significa amistad?
Desde entonces mi vida cambió, porque
para que mi rosa se mantuviese fragante y
feliz, tuve que cultivar un jardín para ella.
Entonces busqué el mejor rincón, para que
ella recibiese sol, como la rosa del Principito.
(¿Leíste el Principito?)
Vania le llamé a la rosa. Vania. Era su nombre
exacto, color rosa, fragante, delicado, con pétalos
perfectos, hechos por el creador. Significa «Pequeña».
Vania María: Naciste con una recomendación
de la Virgen María bajo el brazo. (Como los
tarjetones de los políticos colorados). Sos como
uno de esos pimpollos de su rosario; del rosario
de la virgen. Eres encomienda divina en mis
manos que tengo que cuidar.


Gorrioncillos
Dicen los evangelios apócrifos -aquellos que no
han sido aceptados por los doctores de la Iglesia
por carecer de suficientes méritos que avalen
su legitimidad- que el niñito Jesús, en su divina
infancia, se sentaba a orillas del arroyito, mientras
su madre, la sin igual María, lavaba los tejidos
y la cuidaba con su mirada amorosa. Jesús, ese
niñito lleno de gracia como su madre, tomaba el
lodo de la orilla, y lo amasaba con sus palmitas
santas de redentor del mundo. Los moldeaba y
del hueco de sus manitas perfectas, salían formas
perfectas. Faltaba el soplo. Entonces, Jesusito
soplaba en el hueco y veía feliz y alborozado, como
los gorrioncitos se echaban a volar y literalmente,
¡ganaban el cielo! Así, surgió una nueva especie
sobre la faz de la Tierra. Los gorriones, no vinieron
de los dinosaurios como apuntan algunas teorías
muy interesantes. Vinieron de las manos y del
soplo de Jesús. Por eso quizás, la tradición católica
cuenta que los gorriones amaban a Francisco. Se
posaban sobre él que también vestía de marrón
como un gorrioncillo. Francisco de Asís, era como
un gorrión del Señor. Sólo le faltaba volar…
¿Vieron las rayitas tiernas del gorrioncillo?
Jesús los hizo con un palillo, como cuando nuestras
abuelas decoraban la masa blanda de la chipa con
ingenuas rayitas, haciendo el chipa lopi.
Yendo por las calles de Asunción, veo a los
niños mendicantes. Niños de dos años, que apenas
caminan, son enviados por sus progenitores, (no
son sus padres, sólo sus progenitores, porque sólo
a través del amor nos convertimos en padres) a la
avenida. Se mueven rápidamente entre vehículos
furiosos que escupen monóxido de carbono,
rugen con sus aceleradores impacientes, frenan
como caballos asustados, y tienen bocinazos
histéricos que dañan los oídos. En medio de esa
jauría de metal, los niños son los gorriones de
mi ciudad. Gorrioncillos que no tienen más amor
que el de Dios y sus ángeles de la guarda, que
milagrosamente hacen que esos niños sobrevivan
día a día.
Se mueven inocentes, como gorrioncillos en las
esquinas, comiendo lo que les dé la Divina Providencia.
A veces son gorrioncillos furiosos que con sus
picos arremeten contra los vidrios. Gorrioncillos
extraviados de Jesús no tienen refugio en la ciudad.


Joyas
«Dios hizo al gato para que el hombre
pueda acariciar al tigre» J.L. Borges.

Los gatos me rodean y siento su presencia
silenciosa. Siento sus almas. Los gatos vienen del
medioevo, de los monasterios con penumbra de
candelabros. Conversan con el misterio. Son libros
que llevan en sus genes secretos de Giordano Bruno
y Galileo Galilei. Los gatos conocen los arcanos.
Han sido testigos de la búsqueda de la piedra
filosofal. Son limpios, aristocráticos, prudentes,
observadores. Vislumbran en la oscuridad objetos y
movimientos. Los gatos son tan silenciosos… Pero
su silencio es sobrenatural. Conversan en el silencio.
Conocen códigos que no son de este mundo. Pero
son inofensivos. A veces ese silencio es tan fuerte
que ronronean para distraernos de él.
Dios no hace cosas en serie. Ni las arenas del
desierto, ni los copos de nieve, ni las rayas de la cebra
tienen idéntica configuración. ¡Todo es original!
Hasta lo que parece monótono, como las olas del mar
y el paisaje de nubes que el viento norte dibuja: Una
mancha aquí y otra allá… Y cada instante respiramos
infinito y el tiempo despliega la eternidad como una
sábana, para que podamos retozar.
El tiempo no es más que la sábana de la eternidad.
Un manto multidimensional donde hacer el picnic
de la vida.



Verdaguer
Tengo un gato que es una joya. Es un gato
siamés que no me costó nada como todas las gracias
recibidas. «La gracia es participar de la naturaleza de
Dios». (Lo aprendí en EWTN). Mi gato es una joya
que respira. Como un diamante que maúlla. Me lo
regaló Dios. Como todo lo valioso que tengo. ¡Soy tan
afortunada! Tengo un rubí por corazón como Manú el
gua’i y una joya que ronronea. Sería simétricamente
perfecto si no fuera por el lunar que tiene sobre la
ceja derecha. Y también por algunos órganos como
el corazón que hacen que el cuerpo de un ser vivo, al
ser diseccionados, no puedan ser simétricos. Tengo
un gato que es una joya. Diseño de un ángel, uno de
los infinitos dedos de Dios. ¡Qué privilegio!
¡Cómo me gusta admirar tu obra, Señor! Observar
como se mueve el gato sobre la almohadilla perfecta
de sus pies, encarnando el sigilo y la prudencia en
cuatro patas.
Sus ojos azules observan alrededor como un
escáner sofisticado. Su pelaje tiene una tonalidad
inimitable con terminaciones que semejan las de un
pintor de óleo, que carga tinta en los bordes, que
remarca orejas y patas y, con un toque de humor y
picardía, carga tinta en los testículos. Obra maestra
es el gato siamés, un poco de oscuro en la cara, para
que el azul de los ojos pueda resaltar.
Perfección del diseño es cada pelo, pintado cada
uno a mano, en millones de versiones. Hacia el centro,
la punta del pelo es casi igual al resto, mientras a
medida que avanza hacia las extremidades, la punta
clara se va haciendo oscura gradualmente…
Obra maestra del diseño, es mi gato siamés
¿Quién dijo que el glamour lo inventó París?
El glamour tiene cuatro patas, voz ronca muy
vocalizada, tiene tibieza justa para el regazo.
¿Quien dijo que el diseño aerodinámico de
objetos lujuriosos que se mueven lo perfeccionó
Ferrari? Miren a mi gato siamés, color mineral de
joya, que sigue el contorno de los músculos para
esclarecer u oscurecer sutilmente.
Ayer me comí una esmeralda. Corté un kiwi, y en su
interior, como joya de jade, otra perfección del diseño
para ser deglutida. Dios no es tacaño en absoluto.
Hace joyas para que las comamos a discreción y que
refregan su pelajo por mis piernas.


Obituario
Cómo era gato rojo.
Le gustaba mamar cuando estaba emocionado.
Hacía masajes. Ronroneaba insistentemente. Maullaba.
Se subía sobre la mesa. Orinaba por la pierna de sus
amos como muestra de incontinente pasión.. A Vania
le orinó en el hombro. Comía choclo. Cuando era chico
le mordía el codo a Vania. Era bisexual. Verdaguer, el
gato siamés, era su víctima sexual. Era cariñoso con él.
Le lamía. Era paternal. Luego se excitaba e intentaba
poseerlo. A la gata la agredía porque no sabía cómo
abordarla. Abría la puerta perfectamente saltando por
el picaporte. Maullaba en las madrugadas. Murió el 5
de marzo de 2006 arrollado por un conductor que no
detuvo la marcha.


Platón y Jodie Foster
Hace muchos años, cuando Jesús no había pisado
aún la tierra y el suelo todavía estaba húmedo de
diluvio, Platón descubrió la reminiscencia y el
Topos Uranus.
También en esos tiempos antiguos, un Rey
hebreo escribía que no existe nada nuevo bajo el
Sol. Y cuando aún la religión no era más que un
recopilado de supersticiones y mitos, y todavía no
había surgido la Teología como ciencia, ya existía
la filosofía, flotando en ese universo de hombres
paganos. Y fueron esos hombres expulsados
recientemente del Paraíso, que llegaron a orillas
de una isla maravillosa, quienes trataron de
reconstruir el Olimpo con construcciones fabulosas
contrastando con el azul del cielo mediterráneo.
Ahí nació Platón. Recordaba aún el exilio. El Topos
Uranus, la Tierra Sin Mal, el Olimpo maravilloso
de inmortales, el Paraíso de los Cristianos. Ese
mundo del que fuimos expulsados los humanos,
y que añoramos, soñamos (*). Al que tratamos de
llegar, construyendo máquinas fantásticas como la
que llevó al personaje de Jodie Foster a un rincón
del Universo-Tiempo; tratando de contactar con
extraterrestres que conocieran la clave. Tratamos
de recuperalos lanzándonos al misticismo, a esa
metafísica de la religión. Construyendo escaleras
mágicas, consumiendo peyote y hurgando más
allá de las puertas de la percepción como el Rey
Lagarto. Académicos, roqueros, filósofos baratos o
comerciales, profetas y falsos profetas (1), directores
de cine, agoreros, todos tienen algo en común:
Construir una escalera el cielo, donde escapar de
la miseria de ser meros mortales. Sólo algunos
pudieron acceder a la escalera al Cielo sin pasar por
la Muerte: Los abducidos Elías y María. Y otros,
que mi escasa erudición en las Sagradas Escrituras
–como en el resto de los clásicos- no me permite
citar. Diferencia entre añorar y soñar.


El sueño del augur
Era un día nuevo, sin usar. El augur se preguntaba,
¿trae este día ya su sino, o es una hoja en blanco en la
cual dibujar o escribir un poema? ¡El eterno dilema
del libre albedrío y el destino! El augur, iniciado en los
secretos de la cábala hebrea, tenía ante sí un día pleno,
lleno de sol, como una alfombra suave tendida, o un
camino que se dirigía hacia la vida desde sus pies y que
lo tentaba a recorrer. Sin embargo, resolvió volver a
dormir, disfrutando en sueños aquel bienestar de la
ausencia de dolor; la libertad. Y soñó que corría por
un campo fresco con olor a menta, romero y lavanda;
húmedo en tramos bajos sus pies desnudos. Se detuvo
ante un acantilado y escuchó el sonido del mar que
se alejaba hasta perderse violeta de sus ojos. Allí en
lo alto cerró los párpados. Y el augur tenía así cuatro
ojos cerrados: Los supuestos ojos reales y los ojos del
sueño. «Se avecina una tormenta», pensó. El paisaje
había sido inspirado de un pasaje de su infancia,
cuando de niño recostado en una hamaca nativa, con
los pies balanceándose, observaba un cuadro en la
pared. Uno de esos cuadros kitsch que se venden en
forma masiva y que mostraba el paisaje del campo
de otro país, donde había chimeneas, con cigüeñas
y montañas paradas en sus puntas. «¿Cómo hacían
para que no las queme el humo de los hogares?»,
se preguntaba el niño. El niño miraba el cuadro y
recorría su corazón el interior de aquella granja de
papel mientras afuera la naturaleza se había detenido:
Era inminente una tormenta. Eran las 15.00. Sólo
se escuchaba el chirriar de las argollas de hierro en
la pared que sostenían la hamaca de algodón color
tiza. La naturaleza se detuvo en aquel instante a
contemplar con el niño su absorto sueño de despierto.
El cielo plomizo, pesado, se sostenía apenas como una
lágrima en el ojo de alguien muy triste. Ese mismo
momento de naturaleza detenida era la del cielo de
ese paisaje de la isla maravillosa del acantilado con
fragancia a menta que no está en ningún otro lado
porque nadie piensa en ella, más que el augur.
Olor a tormenta, olor a sueño. Cuan profundo
suspiro que refresca el alma el olor de pasto salvaje
sin podar. Y los pies húmedos. Cuando abrió los
ojos, el augur descubrió que era un niño. Un niño
pequeño e inocente, de ¿cinco o seis años? Giró a
contemplar el otro lado del paisaje y ahí estaba la
casa con la chimenea, los patos, las cigüeñas y un
estanque. Podía volver si quería para mirar de cerca
las cigüeñas que siempre quiso; para tocar la caña de
sus largas patas y comprobar de qué material están
hechas, sospechó que eran igual a los bambúes.
Y era un nuevo día sin usar, y podía recorrer y
correr, o dejar el cuerpo ahí como una cáscara para
sacudirse en los sueños de una isla en lo profundo
del corazón.

augur.
(Del lat. augur, -ûris).
1. m. Oficiante, que en la antigua Roma practicaba
oficialmente la adivinación por el canto, el vuelo y la
manera de comer de las aves y por otros signos.
2. m. Persona que vaticina.
Real Academia Española


Ña Chona
En la casa de arriba, donde conducía el camino
sin pavimentar, verdeado por un poco de césped en
ciertos tramos, arenoso a veces, en otros con tajos
que le hizo el agua de tantas lluvias, dejando ver la
carne roja de la tierra, vivía Ña Chona. Allá arriba.
Ella era morena, con los ojos rasgados de la sangre
indígena de mi pueblo; de temperamento fuerte,
autoritario, caprichoso por momentos. Ña Chona,
tenía de esas casas cuyas habitaciones se sucedían
unas pegadas a otras, independientes, en galerías
desiguales. Estas casas tenían enfrente, hacia la
calle, la primera construcción. Luego, las demás
iban siendo agregadas, sucesivas, pegadas unas
a otras, aunque no iguales. Diferían en altura, en
proporción, compartiendo la pared lateral, creciendo
hacia el fondo. Era la arquitectura del azar, del
devenir, del crecimiento natural, como en la jungla.
Era naturalizar la arquitectura. En la primera de
las habitaciones, pintadas a la cal con un color azul
verdoso, con piso de ladrillos gastados por el uso,
estaba el altar familiar de María Auxiliadora. Cada
año, el patio de arena se llenaba de niños del barrio,
de gente que salía como de hormigueros, del fondo,
de entre los matorrales donde se escondían los
ranchos. La casa de Ña Chona, estaba sobre aquella
calle de Ysaty que era principal. Cada fiesta patronal,
emergían de sus casitas las familias, especialmente
las madres con sus hijos, para servirse el tallarín
que generosamente Ña Chona ofrecía a sus vecinos
como muestra de agradecimiento a su santa patrona.
Los banderines de papel sulfito, cortados en forma
triangular y de diversos colores, se entrecruzaban
en el patio, sujetados a las vigas de las casas y a los
árboles de pomelo, guayabo, durazno, mango… En
el fondo, por el mango, se recostaba una escalera.
Otra escalera precaria, que no soportaría el peso
de un hombre, estaba por el tártago. Allí dormían
las gallinas. Luego, como un territorio misterioso,
se extendía un poco del matorral ya amigo, con
algunas plantas útiles como la salvia, la malva, el
suico, yerba de lucero, ajenjo, cedrón, kumanda
yvyra’i.. Por lo que alguna vez fue un tejido de
alambre, se enredaba el poroto manteca, y la esponja,
una salvaje que incursionaba en las posesiones
humanas, amenazando con tomar por asalto con
sus fuertes brazos de enredadera. Algunas plantas
de pomelo estaban detrás del caserío cuyo patio de
arena era cuidadosamente barrido por sus criadas
con escobas hechas de typycha, arbusto que crecía en
los yuyales. Las gallinas de Ña Chona eran gordas
y lindas. Gallinas negras, rojas; gallos orgullosos,
extendían su territorio en los yuyales para alegría
de los vecinos que se robaban algunos huevos. Más
de una vez, Ña Chona denunció al viento para que
lo escuchen los vecinos, que alguien se había robado
todos los pollitos de la gallina clueca que se había
vuelto semi salvaje-rebelde como toda gallina rojaprefiriendo
empollar en el yuyal y no en los rincones
del perímetro de la casa, que en realidad no tenia
cercados. Más allá estaba la casita de doña Reina.
Señora amable, con cierta educación, amiga de otras
señoras de la iglesia. Doña Reina tenía varias hijas
adolescentes en medio del bosquecillo de Ysaty.
¿El padre? Quién sabe y quién quiere saber. Ella
vivía como señora. El pasado quedaba a cargo de
alguna comadre que se ocuparía de averiguarlo para
comentarlo por bajo en los cuchicheos. Doña Reina
tenía su casita con tejas españolas, sus gallinas,
su repisa con su Virgen de Caacupé, su galería
pequeña con piso de ladrillo, su pozo. Un senderito
que se iniciaba en la calle principal llevaba a su
casita, bordeando una laguna, entre arbustos que
te llegaban al muslo, las pisadas fueron haciendo el
sendero semejante al de las hormigas.

La lluvi a de cascotes en casa de doña Reina

Un día nos llegó la noticia. El fenómeno había
sacudido el pueblo. La casa de Ña Reina estaba
empayenada. Así, con linternas, guiados por el
vaqueano que siempre está en la avanzada, enfilamos
por el sendero en medio de la noche oscura hacia
la casa de Ña Reina. Cuando llegamos, mi corazón
latía aceleradamente. Había algo extraño en la casa
de Ña Reina, algo sobrenatural… Alguna gente
estaba sentada en las galerías y en el patio bajo los
mangos… La luz provenía de una lámpara petromax
y de un sol de noche en el otro extremo...
De pronto empezó la lluvia de cascotes. El
comisario que se estaba pavoneando ligó el primer
porrazo. Disparó su 38 hacia la oscuridad de la copa
de los mangos intimando al «individuo» que no sea
cobarde y se muestre… Respondieron más cascotes
que caían de distintas direcciones rozando la
humanidad del comisario. La palidez del representante
de la ley nos hizo saber que su contrincante no era
común. Se dirigió hacia el corredor, se sentó y pidió
un vaso de agua que inmediatamente le acercó una
de las hijas… Luego de observar los alrededores
con una decena de ayudantes se retiró derivando el
caso al «médico» Andrés, a quien recomendó a Ña
Reina. «Hágale llamar ahora mismo», le indicó. Y
se fue raudamente.
El médico Andrés era conocido de la comunidad:
Curaba el kambyryru jere, el mal de ojo, el ojeo
y su especialidad era liberar a las víctimas del
empayenamiento. Tenía sus elementos rituales que
mezclaban el catolicismo con alguna misteriosa rama
esotérica indígena. El paje no tenía nada que ver con
la macumba que practicaban los negros. La macumba
era caer muy bajo, mientras que el paje tenía un
toque folklórico, como si fuera un mal socialmente
registrado, aceptado con fatal resignación como
parte de la naturaleza de la tierra; se condenaba pero
se lo toleraba como identidad de mal local. Y era ya
tan común en el pueblo como el resfriado.
Don Andrés llegó cerca de las 22.00 horas,
hora que solía tener a todos los habitantes del
pueblo bien dormidos. Pero ahora, los ojos estaban
abiertos, encendidos de adrenalina. Quien más quien
menos, había visto surgir los cascotes, las piedras,
los escombros de la nada. Llovían pedruscos. Una
de las hijas de Ña Reina se ocupó de juntar en una
pila los escombros que alcanzaban ya cerca de un
metro. Las piedras rozaban a las personas pero no
las herían, salvo al comisario que ligó una por la
cadera regordeta. En ese momento hubo como una
complicidad de todos con el fantasma o lo que fuera.
Los testigos sonrieron socarronamente al «malo».
Era como que había empatía y coincidencia en que el
comisario requería un tratamiento especial incluso
del más allá.
Don Andrés llegó con unos tres acólitos que le
pasaban los diferentes elementos rituales: El rosario,
el agua bendita, un extraño aceite en un oscuro
frasco. Entonó unos cánticos como de estacionero,
de viernes santo, lastimero. ‑Fue caminado por el
patio hasta que llegó a uno de los nichos que estaba
al pie de árbol a unos diez metros de la entrada,
iluminado todavía por la luz del corredor y que se
erigía generalmente para recordar que allí murió
alguien. El nicho estaba al pie de un viejo timbó.
Hecho de material (ladrillos) y pintado de celeste,
tenía entronizado un ennegrecido crucifijo.
Hasta allí llegó el médico Andrés con sus
extrañas oraciones y sus movimientos rituales
como del sacerdote que esparce el incienso con su
incensario. Metió la mano en el nicho y extrajo una
bolsita oscura, como de tela, que contenía astillas
de madera y tierra. La mostró al público que lo
rodeada con la respiración detenida, como el torero
que muestra las orejas del animal sacrificado, ‑como
el cirujano que extrae el apéndice o el tumor, dijo
en guaraní «Este es el problema. Ahora van a poder
dormir tranquilos». Pidió a todos que se retiren y
que la familia reunida rece un rosario por el alma
del difunto.
Es así como Don Andrés exorcizó la casa de Ña
Reina. Yo lo vi. Puedo dar fe y testimonio. Otras
teorías menos autóctonas, hablaron de la histeria
colectiva de las tres hijas en edad de merecer de Ña
Reina, que vivían casi cautivas en medio del matorral
y de la férrea moral de su madre. Las hormonas
revolucionadas por el paso de algún galán, había
ocasionado un fenómeno de telekinesis, para llamar
la atención de la gente y socializar un poco.


El mandarinal
En medio de las caóticas viviendas de la calle
principal del pueblo, estaba una cuyas características
la hacían diferir del resto. Una alambrada simétrica,
el patio bien barrido, los cítricos podados, sanitados.
La vivienda, a diferencia de las demás, no estaba
rodeada de cachivaches ni se veían animales…
Era la casa de una pareja sin hijos. Para
nosotros, los niños, era una de las tantas, si bien
percibíamos como algo no analizado, que aquella
casa era diferente. Las mandarinas colgaban de los
arbustos, radiantes, sanas, ¡increíbles! Alcanzaban la
maduración perfecta desconocida en otras viviendas,
ya que apenas las mandarinas acumulaban algo de
azúcar, todavía verdes, eran ya devoradas, ninguna
podía alcanzar la madurez. En cambio en la casa de
la pareja misteriosa, sí.
Desde aquella época me caracterizó la cualidad
de hablar con quienes no debía hablar. Era la
típica oveja negra, con orgullo. Ninguna razón
era suficientemente persuasiva para impedirme
socializar con quienes otros no socializaban. Es así
que un día, caminando por el camino de tierra frente
a la vivienda diferente, con Ángela, vimos al señor
con un gancho de takuara bajando las mandarinas,
allá arriba, ya que el terreno tenía un gran desnivel
y quedaba como a metro y medio de altura de la
calle. Y le hablé. El señor nos dejó pasar a su patio,
a su vivienda. Es así que iniciamos varias visitas.
Entramos al interior de la habitación de la casa
que todos los demás sólo imaginaban. Era como
haber completado una expedición a un mundo
desconocido de dragones que los adultos jamás
hubieran realizado, atados por sus prejuicios que
les impedían navegar como a los contemporáneos
de Colón. Y así, fruto de aquella amistad con los
amables señores, era el tesoro de una bolsa llena de
mandarinas perfectas.
Rodeados de adultos, Ángela y yo debimos
comparecer a una serie de preguntas. Percibíamos
que había algo inusual que los inquietaba pero no lo
analizábamos. Los niños no están para analizar, sólo
para vivir y disfrutar la vida. Enjoy. Joy. Los ingleses
suelen ser muy gráficos. Enjoy contiene la plenitud
del gozo de los sentidos en una experimentación.
Mientras que el castellano es más timorato:
Disfrutar. ¿Conocen lo que es la lepra? Nos dijo
uno de nuestros adultos inquisidores. “Por eso ellos
viven aislados”.
No sé que pasó de esa pareja. Sólo sé que hoy
al pasar por ese mismo espacio físico donde estuvo
asentada la vivienda, sólo hay asfalto, la terminal de
ómnibus y una parada de autobús.


Los nichos
Existe una costumbre en mi país de hacer
pequeños nichos al costado del camino, incluso
dentro de las propiedades, como una forma de
marcar el lugar donde cayó muerta una persona.
El territorio paraguayo está lleno de nichos, casitas
pequeñas como una cucha –sé que la comparación
es muy irreverente- donde se entroniza un crucifijo,
alguna imagen de santo, la foto del muerto, a veces.
En el pueblo, cerca de casa, había varios. Uno estaba
en la arribada, a unos diez metros de la calle principal.
Era un nicho grande, misterioso, con una cruz sin
nombre. La imaginación se había encargado de darle
un difunto digno. Se hablaba de la muchacha que
en días de “amenazo”, se sentaba sobre el nicho con
larga cabellera y un fantasmagórico vestido celeste
largo hasta los pies que resaltaba con el plenilunio.
Otros hablaban de un hombre que acompañaba a
los caminantes hasta esa bifurcación del camino y
luego desaparecía porque la cruz conformada por
el camino lo exorcizaba. Lo cierto es que nadie
se animaba a pasar por allí, o al menos nadie lo
hacía sin miedo. Otro nicho estaba en la casa de
Don Rigoberto. A un metro de la alambrada,
mirando hacia la calle.No tenía tantas historias
como el primero pero inspiraba también respeto
principalmente en los caminantes que debían cruzar
por allí a la noche, cuando no había más que la luz de
las estrellas y la luna, o algún que otro relámpago
en los días lluviosos. Éstos nichos siguen ejerciendo
su magia en mis sueños. Muchas veces despierto
recordando que recorría las calles de mi infancia,
con ese miedo mágico que en realidad es un gozo.


Niños
Si existía algo que caracterizaba a la generación
de niños de aquella época en mi pueblo, era la tierra
roja o arenosa. Andábamos descalzos, jugábamos
con la tierra, en la tierra. Todos teníamos un lazo
muy fuerte con ella. Recuerdo a los niños de mi
infancia más apegados al suelo que a sus padres.
Crecían como las gallinas, sueltas, sin perímetro
definido, sólo sabían que debían volver a casa a comer
y dormir. Crecían y descubrían el mundo en los
matorrales, donde el mayor peligro era el Jasyjatere
en las siestas. Es así que los portones se cerraban en
ese horario de 12.00 a 15.00 horas. El portal mágico
de los matorrales era custodiado por los Jasyjatere
que estaban al acecho de niños desobedientes.
Alrededor del pueblo no había arroyos ni ríos. Sólo
árboles, casas, algunas abandonadas, depósitos de
murciélagos. Trepar los árboles, invadir las casas
abandonadas, eran las máximas proezas de las
expediciones infantiles. Lo máximo que los niños
se alejaban de sus casas era de unos ochocientos
metros. Era simplemente el instinto el que marcaba
los límites. Romper este límite era ser un marginal.
Los niños pequeños gateaban por el suelo desnudo
sin piso. A los que ya sabían caminar y correr, ya
nadie los atajaba. El límite era natural, no había
niñeras. Se trepaban primero a un guayabo, luego
al níspero, hasta llegar a un mango y después quien
sabe, algún árbol nativo caótico en ramas. Los
niños éramos como pajaritos: Comíamos los frutos
de estación, arremetíamos con pedradas contra los
mangos aún verdes, apenas sonrojados por el sol.
Nos trepábamos a los nísperos. Éramos niños libres,
sin sobreprotección. De vez en cuando éramos
desparasitados con ka’arê, con taperuva hû, suico, y
otros yuyos. Teníamos tanias intestinales, sevo’i
tatî y lombriz solitaria, muchas lombrices solitarias
que se empeñaban en su ostracismo. Estos eran los
máximos males. No nos sentíamos nunca menos
queridos por ser libres. Los padres eran los padres.
Algunos, (¡Yo no!) tenían piques de andar descalzos,
y eran extraídos con una espina de naranjo. Hacer
caca en los matorrales era común en los niños de
pueblo. Al llegar tarde de las travesuras, recibir la
reprimenda antes de pasar por el agua y el jabón,
diario, en algunos hogares más urbanizados.
Esa infancia mágica, rodeada de duendes, era
divertida incluso para los ángeles custodios, que no
estaban entre cuatro paredes, sino que deambulaban
por los senderos de aventuras, que bordeaban las
zanjas y salamancas hechas por los raudales en el
trazado de las calles sin pavimentar. Se percibía el
olor del verano, con sus insectos bulliciosos, con
sus arbustos silvestres cuya fragancia era salvaje
y libre, como el verde, como esos matices infinitos
del matorral.



El pozo sin brocal
Ña Felicia tenía un pozo sin brocal. Estaba
en el fondo de la casa de adobe y tacuarillas. Un
rancho con techo de paja en medio del paraíso
terrenal. La casa de Ña Felicia tenía exuberancia,
muchas sombras donde en la mañana se filtraba un
sol somnoliento. Aguacates, mangos y lo más bello:
Infinidad de durazneros. ¡Qué hermoso espacio!.
Recuerdo las sombras en el suelo, dispersas como
pequeñas manchas hechas por el sol que se filtraba
entre tantas hojas de diferentes formas. Por el suelo,
caminaban las gallinas dejando sus pequeñas huellas,
como pellizcos. La casita era una isla rodeada de
verde, por el cual se accedía por un portoncito
precario, acorde al diseño. Era necesario bordear un
largo sendero entre cocoteros y matorrales. No digo
malezas, porque las malezas crecen al descuido. Eran
matorrales amigos, que se quedaron de propósito
como parte del paisaje, conviviendo con las plantas
domésticas. La casa de Ña Felicia no era arrasar con
lo que hay para construir, sino construir en medio
de lo que hay, agregando árboles, arbustos y hierbas
domésticas. Lo que no estorbaba era amigo. A pocos
metros de la entrada, repartidos en forma aleatoria
por la naturaleza, estaban los guayabos, fragantes,
con sus frutos de carne roja algunos; otros naranja;
otros, amarilla; otros, blanca; otros, salmón. Algunos
pequeños, otros alargados, otros dulces, otros
ácidos. Algunos, enanos. La casa era un muestrario
botánico de guayabas. A un costado estaba parado un
cocotero. Recuerdo a éste aunque estaban muchos.
Los cocoteros eran abundantes. Y todo lo que había
en el suelo, era imposible de inventariar: Ramas y
más ramas, algunas desprendidas, otros verdes,
muchos con insectos. Abajo, una alfombra tropical,
con fragancia, rocío, espinas a veces, muchos
insectos, enormes hojas secas de cocotero, frutos,
algunos, maduros, otros, verdes, otros, secos; con
pájaros visitantes. Luego, el suelo sin vegetación
rica ni verde, indicaba el territorio del hombre.
Hasta el matorral podían llegar las serpientes y
los reptiles verdes de la siesta que desaparecieron
invadidos por otros asiáticos de color carne. Y allí
de dentro, a veces surgían personas que iban a la
ciudad. Emergían como los dragones que salen de
sus cuevas, como hormigas del hormiguero, como el
alonsito de su tatakua.
Todo rancho que se precie debía tener su tatakua
hecho de barro rojo. Algún que otro secreto en la
construcción se disputaban sus propietarias. ¡Cómo
calienta el horno de Ña Fulana!, decían en guaraní.
El tatakua era un rito para días especiales. El brasero
y el fogón de la cocina, eran para todos los días.
Había una hamaca bajo uno de los mangos. No
podía haber sido diseñado en conjunto, naturaleza y
acomodamiento del hombre, un sitio más perfecto
para la hamaca de la siesta, acunada de cigarras,
cerca de una salamandra. Pero también era ideal
para escuchar historias de niñas adolescentes, que
se narraban sus proezas llenas de exageraciones. Yo
era muy pequeña, y aquellas anécdotas de primas y
hermana mayor me parecían tan audaces como los
viajes de Marco Polo a la China.
Pero vayamos al pozo sin brocal. En el fondo,
donde empezaba a divisarse el campo de cocoteros,
y hierbas típicas, donde una que otra vaca paseaba,
estaba cavado el pozo en la tierra roja que tenia dos
palos brutos formando una V invertida sobre su
entraña. Acercarse estaba prohibido para los niños.
Con las piernas abiertas para hacer mejor equilibrio,
los adultos lanzaban sus baldes al fondo, donde el
agua era generosa. Alrededor, algunos tártagos
pioneros habían aparecido.
Recuerdo también algunos cultivos como el
poroto y el maíz. Una máquina moledora de maíz;
gallinas subidas a palos entre los arbustos. Y el sol
que se filtraba entre los árboles, apenas podía espiar
qué pasaba en ese rancho de Ña Felicia.

Olor a cocido
Cada día en mi pueblo tenía un color. Los
domingos eran amarillos y se iban volviendo
naranja a la tarde. La semana santa era de color
marrón y se iba volviendo negra a medida que se
acercaba el viernes. La Semana Santa eran como
una lenta agonía y un largo lamento. Existían días
tan tristes en mi pueblo que parecería que todo el
caserío se pusiese una capucha oscura, sombría.
Voy caminando en medio de las casas viejas,
mirando las murallas y las viviendas de ladrillos.
En alguna que otra casa, a la tarde, se percibe
el olor de una leña consumiéndose en el fuego
de la cocina, en el fondo. A veces, en el invierno,
ese olor parece cortar el frío, llevándonos, por
las narices, hasta el fogón donde se cuece la
merienda. Un cocido. Los perros acurrucados y
el gato hecho cenizas.



Ángela
En un rincón de mi corazón de niña, vivía Ángela.
Vive Ángela. Un día, se fue; desapareció, se esfumó.
Dejó a medio vivir su vida adulta. Dejó niños. Ángela
era mi amiga de infancia. Yo sería doctora quizás,
ella no. ¿Y qué importa eso? Estábamos destinadas
a vivir el mismo camino de infancia, el mismo gozo.
Los mimos camineros del barrio, al borde de las
salamancas bordeadas de matorrales fragantes.
Y cuándo Ángela se perdió en el desorden urbano
de una gran ciudad con olor a naftalina, mi corazón
quedó con una pequeña herida, con un pequeño
hueco frío, de mentol de tristeza, que la busca.
A Ángela la busco con más persistencia que en el
mundo real, en mis sueños. Mi corazón se pregunta
dónde está y qué pasó de ella. A veces conversamos
largamente y ella me cuenta secretos que quizás yo
invente para ella, con su licencia silenciosa. Y trato
de interpretar mi sueño para dar con alguna pista
de su paradero. Pero se interpone un silencio grave
e intimidante. A veces la sueño adulta, a veces niña,
como cuando vivíamos travesuras y reíamos mucho.
Esa era su gran virtud: Su maestría para la risa, su
talento inmenso para la alegría. Y a veces pregunto
a mi ángel de la guarda que se sienta detrás de mí
cuando escribo, que le hable al suyo, que le pregunte
que pasó de ella, dónde está Ángela, ¿está viva?,
¿está muerta?, ¿sabe que la busco, que la buscamos?
¿sabe que en mi corazón de niña hay un hueco sólo
para ella que quedará hueco por siempre jamás hasta
encontrarla? Mi corazón nunca estará completo sin
Ángela, mi amiga de infancia. Pero mi ángel tiene la
orden de no intervenir ¿o quizás sí? ¡quién sabe!
Marginalidad, pobreza, migración, capitalismo,
fórmulas secretas de Bancos supranacionales,
leyendas y realidades, todo eso se tragó a mi amiga
de infancia. Caos, miseria, ¿a quién le importa
si ni siquiera es estadística? ¿Para qué sirven los
sentimientos de amiga o de madre? Hay un hueco
en varios corazones, falta Ángela, desaparecida,
víctima de la migración que pone en las mentes de
adolescentes el sueño de cenicienta y las envía a
los fríos laberintos suburbanos, entre los ceñudos
espacios del cemento de ciudades con otros climas,
climas duros, que matan los corazones y se tragan
a los niños. ¡Cómo temíamos al mitã rerahaha! Y el
monstruo se llevó a mi amiga.
Un día, en otro tiempo, dentro de la curvatura
del universo, estará abierta una ventana donde
veré llegar a Ángela, y como en esas imágenes
del Color Púrpura de Spielberg, emprenderemos
una estampida para abrazarnos y cantar juntos, y
recomenzar el juego que dejamos a la mitad.



Tío Miguel
Mi tío Miguel es pintor. Pinta bellos cuadros. No
conoce de marketing ni le interesa. Le gusta pintar.
Es el hijo de mi abuela. Fue su pequeño hijo. Mi tío
Miguel pinta. Y ama sus cuadros. Ama a cada uno
de sus cuadros. No los quiere vender. No es que no
necesita dinero. No quiere vender porque es celoso
de sus obras. Un día, vino una señora elegante y
decidida a su taller Vio una naturaleza muerta. Un
enorme cuadro pintado al óleo. El motivo era una
damajuanita de Gancia rodeada de otros objetos de
mesa. Era un bello e importante cuadro que quizás
dentro de cincuenta o cien años, o mil años cueste
miles de dólares. ¿Cuánto cuesta este cuadro?
Preguntó la señora elegante a mi Tío Miguel que
le lanzó un precio exorbitante. No lo quería vender.
La señora elegante y decidida no titubeó. Sacó de su
cartera una chequera y comenzó a escribir la cifra
mencionada con letra clara y firme de su pluma de
plata. Arrancó el talón se lo pasó goteando en tinta
a mi Tío Miguel diciendo «¿Me puede ayudar a
llevarlo hasta el auto? Sí, claro. Respondió. Nada
que hacer. El cuadro estaba vendido y el dinero
no lo alegraba. Había puesto las reglas de juego, y
había perdido.


Perrina
Mi perra Perrina enfermó. Ella era una
campesinita humilde. No tenía los rasgos nobles
de raza de sus hermanas y su madre. Era mi perra
chocolate, hija de una cruza de fox terrier con
dálmata (presunción de paternidad) y una salchicha
tekel. Perrina amamantó a las hijas de su madre y
su hermana cuando éstas quedaron sin leche, como
las negras nodrizas que amamantaban a los hijos
de sus amos blancos. Perrina fue más prolífica que
todas. Tuvo muchos hijos, como Lia, la esclava de
Sara y Abraham. Tuvo hijos lindos. Era obediente,
dulce. Jugaba bien. Se paraba en dos patas, como su
presunto padre. Era linda, si la mirabas bien.
Perrina enfermó y quienes la amábamos rezamos
por ella. Le pedimos a Dios por ella y pedimos
intercesión de los Santos.
Alguien pudiera haber pensado que Perrina
era intrascendente para Dios. Ese es el pecado
de soberbia que la humanidad comete con los
hermanitos menores ¿Quién dijo que nuestro barro
y nuestra miseria vale más que el barro y la miseria
de los hermanitos menores? ¿No dijo Dios que los
más humildes eran los más grandes ante sus ojos?
¿Acaso no somos todos obras del mismo Dios de
vida, amor y misericordia?
Dios creó a Perrina. Le dio vida, forma. Así como
conoce cuántas hebras tiene nuestros cabellos, Dios
sabe cuántos árboles tiene sus bosques y cuántos
animalitos hay en este planeta perfecto que creo y
que se llama Tierra.
Dios creó a Perrina. Le dio forma. Le ordenó
que mueva la cola, que salte y que sea feliz. Que
ame, que no tenga envidia ni esos otros horribles
sentimientos que tenemos los humanos. ¿Quién dijo
que el amor de un perro sea intrascendente? Quien
lo dijo y lo pensó es un necio.
Dios amó a Perrina. La amó. La ama. Ella era
humilde. Sufrió mucho. Sufrió como Cristo. Y yo,
al verle, tan sufrida, tan humilde, no pude evitar
pensar en el crucificado. En Dios hecho cordero. En
Dios encarnecido, dolorido hasta la última hebra
de sus músculos, por amor a nosotros. A ese Dios
empequeñecido, humillado hasta el punto que en la
liturgia se compara con una ovejita y con un pedacito
de pan de amor. No. No es pecado compararla en
su extrema humildad con mi perra Perrina. Porque
Él es Dios, es infinitamente grande, generoso,
omnipotente y amoroso.
Perrina lloró. Se sacrificó y fue sacrificada.
Es una pequeña Cristo de la naturaleza. Y Dios
la amó extraordinariamente. Vino San Francisco
a pararse a su lado a la hora de la misericordia, y
bajo la copiosa lluvia le dijo: Perrina ya no sufras.
Ven conmigo al Paraíso perfecto, donde los perros
juegan y no falta agua ni pan. Y bajo la copiosa
lluvia de la tarde la llevó. Su cuerpo quedó sobre la
fría mesa del veterinario.
Yo amé a Perrina. Ella nos amó a toda la familia.
No sé si merecía su amor. No fui la mejor ama. Le
faltaron vacunas y nunca le duró un collar.


A la memoria de Ña Lorenza
Hay días que son importantes. El día más
importante de nuestra vida es quizás el día en que
termina nuestra vida. Por eso, hoy quiero dedicarle a
Ña Lorenza, un ramillete de palabras para el adiós.
Tus hijos quizás no se imaginan, lo importante
que has sido en la vida de una vecina. Doña Lorenza
Gastón, una bella joven de ese hermoso pueblo
de Caballero en Paraguarí. Un pueblo casi mítico,
rodeado de serranías, con su tren y su historia de
inmigrantes que trajeron su sangre y su semilla a
tierras lejanas para sembrar y enriquecer este país.
Desde allí vino Doña Lorenza, con sus cejas pobladas,
sus ojos verdes, su voz, firme y su permanente
sonrisa, guardando en su sangre una distinción
que le vendría de sus antepasados europeos. Doña
Lorenza tenía clase, elegancia natural, fineza. Fue una
mujer muy inteligente, vivaz, hacendosa, creativa,
incansable, fuerte, luchadora. Ella fue mi primera
fan, mi admiradora. Siempre recordaba mis primeros
escritos hechos a mi gato. Con eso me demostraba su
sensibilidad hacia la vocación de los demás.
Doña Lorenza sembró en este barrio, un pequeño
paraíso terrenal. Forma parte de mi infancia su
patio donde abundaban los duraznos, pomelos,
mandarinas, naranjos, cocoteros. Una parralera
interminable que era una tentación constante.
Doña Lorenza tenía hasta un pequeño cañaveral,
un mango gigante, un depósito con el dulce olor a
alfalfa y afrecho.
Doña Lorenza tenía una vaca lechera que
ordeñaba temprano y a través de la cerca, nos
vendía la leche espumosa para el desayuno. Tenía
patitos en un estanque redondo; tenía gallinas
muy bonitas, regordetas y peludas. Tenía un
tanque elevado cuyo sonido me fascinaba y que
cuando se llenaba se derramaba sobre los crotos
que abundaban al costado.
Doña Lorenza tenía un pastizal precioso, tenía
plantas de copas de oro, gramileas y hasta un enorme
pino que se elevaba frente a su coqueta vivienda de
madera, como una casita de cuentos. Doña Lorenza
vivió un cuento de hadas con su marido Apolonio,
hombre noble y trabajador. Hoy están juntos, junto
a su hermosa hija Sobeida, su orgullo, tan parecida
en ella en carácter y fortaleza.
Hoy quiero manifestar mi admiración por esta
mujer que nos deja. Que sabía coser alta costura, una
modista fina y creativa que vistió con los mejores
vestidos a sus hijas. (Y me cosió dos bellos vestidos
que no olvido). Que sabía cocinar con maestría,
muchos platos, entre ellos una sopa paraguaya con
anís que me gustaba mucho.
Doña Lorenza era una excelente vecina. Antes,
hace 35 años, el vecindario era una hermandad. Ni
siquiera había murallas. La gente se comunicaba
casa con casa. Así vivíamos con nuestros vecinos.
Existen tantos recuerdos de Doña Lorenza que para
mí son tan importantes que no podría enumerarlos
todos. Recuerdo su molino de maíz. Recuerdo su
mesa larga en un comedor.
Ella siempre fue una pionera. Recuerdo cuando
tenía la primera tele del barrio y nos sentábamos
a ver Piel Naranja, o Estación Retiro. Recuerdo
cuando me dijo que no toque la heladera porque me
podía correr y yo tenía pesadillas imaginando que
la heladera me corría por toda la casa. Tenía como
cinco años, quizás. Recuerdo cuán orgullosa siempre
estaba de todos sus hijos y sus nietos. Hablaba de
ellos con la boca llena y la emoción en el rostro. De
Vilma, de Arnaldo, De Viti, de todos sus nietos.
Recuerdo cuando en Semana Santa, en su sala
preciosa escuchábamos el disco de vinilo de «Mi
Cristo Roto», poemas recitados por Roberto Vicario
o un romántico «Soleado» que hacía suspirar a las
entonces adolescentes Vilma y amigas.
¿Qué herencia deja Doña Lorenza? La herencia
de sus tres hijos, de sus nietos.
Me contaba hace unos días su felicidad porque
Luis Enrique le daría su primer bisnieto. Estaba muy
feliz. Luis Enrique siempre fue muy especial para ella.
Su primer nieto. Doña Lorenza se fue discretamente.
Hoy reposa con su rostro sereno. Puede decirle hoy
a Dios que multiplicó los talentos que le ha dado;
que vivió plenamente una vida feliz y que deja un
legado de ejemplo imperecedero a sus hijos.
Que Dios te tenga en tu Santa Gloria, Doña
Lorenza. Como siempre sos una pionera que irás
a hacer relaciones públicas con el Señor para que
luego, tarde o temprano, tus vecinos nos unamos a
vos algún día.
Adiós, querida vecina.
Marilú
19 de agosto de 2005.-



Testigo
(Se ha llenado de luces / mi corazón de seda,/ de
campanas perdidas, / de lirios y de abejas / y yo me
iré muy lejos,/ más allá de esas sierras,/ más allá de
los mares, / cerca de las estrellas, / para pedirle a
Cristo,/ Señor, que me devuelva, / mi alma antigua
de niño,/ madura de leyendas, / con su gorro de
plumas / y el sable de madera / Coplas del Valle.
Federico García Lorca)
A este Santo le habían otorgado un don. No
el de la ubicuidad que tuvieron Pío o Clara. Era
el de ser testigo y escriba; cronista, relator de
los sucesos del Universo. Y se le habían dado
los instrumentos, pero desprovistos de su poder
primigenio. Los instrumentos regalados eran los
propios utensilios del Dios generoso, pero cada
pinza depende de la mano. Su carisma era el
relato. Y ese es el uso que le dio.
Fue convocado un día, desde sus aposentos
medievales, para la entrega de dichos poderes: Las
letras sagradas iban siendo desenvueltas, una a
una, como figuras de barro del pesebre. Las letras,
esencia del verbo, estaban allí como piezas únicas. Y
debía asistir a las reuniones de esa logia y relatar los
encuentros de los iniciados. Era secretario de actas
de la reunión de los poetas que se reunían en la
mansión celeste y lúgubre a la vez –para no perder
el drama- con el humor insoportable de los genios.
En el más allá tenían veladas increíbles que ni en
vida podrían haber igualado, a pesar de los sentidos.
Con el olor del vino, y del tabaco de Cuba, con los
perfumes de campos lejanos de alfazema, olor a
humedad de lluvia y pasto recién cortado, y fragancia
de todos los licores destilados y fermentados. Un
bacanal sin pecado.
Jorge Luís Borges, el bibliotecario del Universo,
el hombre con mayor erudición, era en realidad, él
mismo, su personaje Funes, el memorioso. Iniciado
en los secretos de la cábala, Borges quedó ciego,
como Pablo cuando vio a Jesús. Pero quien escribía
sobre los ciegos era Sábato, Ernesto, quien camina
sobre hojarasca sin barrer traída de los arrabales
bonaerenses, alfombra de hojas de castañas que
conduce a pasadizos secretos y túneles. Y estaba
también Cortázar, saltando la rayuela, vomitando
divertido, uno que otro conejito en el camino del
tembladeral que rodeaba a la Mansión de los
Poetas. Y había algunas mujeres, como Alfonsina
Storni. Ella llegaba tétricamente divertida, como
si fuera Halloween, llena de algas, del más allá
submarino; Gabriela Mistral con aire altivo de
maestra de principios del siglo XX, Sor Inés de la
Cruz, timorata y feminista y Julia Priluztky Farni,
con su alma eslava, buscando siempre su inédita
porción de sufrimiento. Estaba Pablo Neruda, con
sus veinte poemas de amor, 20 años a cuestas y su
canción desesperada, oliendo al mar de Isla Negra
Y un poco más hacia el atlántico, cerca del trópico
de capricornio, estaban, Roa, con su botella llena
de luciérnagas que no se asfixiaban y Jorge Amado,
rodeada de mujeres, heroínas morenas y cálidas
que apologizaban la poligamia.. Arriba, un lugar
reservado para Gabriel García Márquez, oliendo a
guayabo, acompañado de Rebeca que bella y pálida
comía el revoque de las paredes. Estaba cerca de
Robert Frost quien vino caminando por un sendero
de árboles cubiertos de nieve, Emily Dickinson se
recostaba melancólica sobre un cuaderno que olía a
lilas de los campos de Mississippi. Edgar Allan Poe,
un poco tenebroso, gustaba de hacer conjeturas
complicadas, acariciando al gato negro, al lado de
su amada esposa-sobrina. Machado venía por una
senda que no volvería a pisar; Lorca con su alma
antigua de niño llena de luces; Juan Ramón Jiménez
haciendo sonar la mágica flauta llegó por el camino
de la ladera del río. Un poco despreciado por el
resto por acaramelado y altisonante, está Becker el
lírico, que tenía sobre el volcán de su corazón una
flor. Así también miraban a Rubén Darío que repetía
rimas azucaradas, el americanito, que tímidamente
acompañaba a Manú, que tenía un rubí por corazón.
Estaban también Oscar Wilde, con su enorme flor
en la solapa de su traje de hilo con hombreras, que
había llevado de los años 80 al siglo XIX. Había
mocionado que pongan veladores como su madre,
con tenues sedas color salmón, para no descubrir
sus leves arrugas, joven como Dorian Gray antes
de ser retratado aún. Margarita Youcenar, traía
pajarillos de la Virgen sobre el hombro y sus ninfas
redimidas como cortejo. Eran muchos.


El valor de la persiana
Don José Segundo cruzaba la avenida Eusebio
Ayala con su trabajo terminado en brazos. Aguardaba
que merme el tráfico fluido del mediodía para cruzar
al otro lado donde quedaba la casa del cliente, un
chalet construido en los 50. Don Julio le encomendó
reparar la persiana de la ventana que había hecho
hace ya tiempo, cuando la nena aún estaba en la
escuela. Se había desprendido una rama del tajy y
caído sobre la hoja de la ventana entreabierta de la
sala. Tajy con tajy. Perdió la puja la persiana que
opuso resistencia. Doña Juliana, la vecina, había
vendido su terreno a la concesionaria de autos,
presionada por los consejos juiciosos de su entorno
que le estrujaron el corazón. La vida, con sus viejos
y bártulos se desplaza a los suburbios, desvanes de
las ciudades, y la antigua comunidad que se fundó
en el amor, ilusiones, sueños e ideales, es hoy un
mercado donde el rey es el dinero. El templo de Dios
ha sido profanado por comerciantes sin que nadie se
anime a poner resistencia y expulsarlos como Jesús.
Aquellos comedores donde la familia se reunía a
almorzar, donde el niño hacía los deberes a la tarde,
mientras mamá horneaba una torta de vainilla, con
relleno de crema pastelera; y el patiecito del fondo,
con sus baldosas a cuadro desteñidas por el sol, con
memoria de los primeros pasos, ya no están. En su
lugar está la concesionaria con puertas de blindex
que se abren y cierran solas.
Pero Don Julio y Don José Segundo, son como
insectos raros que oponen resistencia al ecosistema
imperante. Como miembros de una secta clandestina,
vagan por las catacumbas de la ciudad con sus códigos
extraños de ética y respeto. ¡Qué feliz se puso Don
José Segundo cuando le hicieron un pedido! Don
Segundo y Don Julio se pasean por el barrio viendo
en la esquina del Banco el antiguo almacén de Don
Liborio que ya no está. A la media cuadra, recuerdan,
estaba el Club Campo Verde donde solían realizar
torneos para construir la escuela del barrio. Sólo
ellos ven el Club que ya no está. Allí se erige ahora la
mansión enrejada y con alambres de seguridad en las
puntas del «nuevo vecino» aduanero. Los «nuevos
vecinos» compran terrenos de personas empobrecidas
de clase media porque quieren vivir en la capital por
una cuestión de estatus. Pero los primeros pobladores
fueron personas que como colonos se establecieron en
un paraje donde no había nada. Los «nuevos vecinos»
con sus fortunas mal habidas, son como parásitos
que ocupan los nidos que construyeron con esfuerzo
otros seres humanos.
En la vieja carpintería familiar, se puso el antiguo
delantal e iba y venía. «Una ventana artesanal»,
dirían los nuevos comerciantes de aberturas. Eligió
cuidadosamente la madera, la aserró, la refinó, con
sus herramientas de medición, procuró la máxima
precisión en su taller en penumbras. Fijó su precio
justo. Mientras lijaba la madera recordó la cuna que
le había hecho a la hija de Ña Titita y que encontró
en la feria de garage de la parroquia. «¿Por qué?»,
se preguntó Don José, «si Ña Titita tenía tantos
nietos que podían heredar la cuna de la nena». Nadie
escucha las historias que las manos que las tocaron
escribieron en ellas para trascender el tiempo.
El desprecio de los objetos, los símbolos y
los ritos, no es un contrapeso de la espiritualidad
contra el materialismo, sino falta de amor, ceguera
para leer las letras del pasado que son perennes.
Aun aquellas de dolor, perduran en la superficie de
las cosas. Y así, los padres de la cultura use y tire se
convierten a sí mismos en objetos desechables. Los
objetos adquieren el valor que las almas les otorgan.
Almas que no aman, nada pueden hacer valer a su
alrededor y dejan el señorío al dinero que impone
sus reglas. ¿Cuánto dinero puede producir? Pues
eso vale en su mundo.
Lo vi parado allí a Don José portando la
persiana en medio de la avenida. Y en medio de la
ciudad descubrí a Job, el justo, el sobreviviente de
los tiempos del corazón en medio del mercado.